martes, 30 de junio de 2009

De-Mente

Salieron juntas del Centro de Salud. Una en silencio, la otra gesticulando, nerviosa. De pronto, la más joven se revolvió contra la mayor y comenzó a golpearla, al principio como un niño pequeño enrabietado y frustrado pero luego, quizá por la pasividad con que se sometía a sus golpes, aumentó su violencia. La mayor se protegió entonces con los brazos, defendiendo tan sólo el rostro. Si algo murmuraba, nadie supo qué, pero las vieron volver sobre sus pasos para desaparecer tras la doble puerta de aluminio.
El Centro, de dos plantas rectangulares, se veía desierto desde la acera. A aquellas horas de la tarde algunos ventanales permanecían abiertos para rechazar el calor del súbito verano; si hubieran estado vestidos con cortinas, éstas habrían volado, hinchándose informes, a merced de un viento cruzado. Sonó como un estruendo, quizá el golpe de una puerta abierta o cerrada con impaciencia… y de súbito todo se llenó con la voz de ella, de la mujer más joven. Con su voz, que no con sus palabras, articuladas con dificultad, como si no supiera hablar, como si empleara un lenguaje extraño, como si en realidad fueran muchas las voces que luchaban por salir desde el interior de su garganta. De cualquier forma, escuchándola se entendía su reclamo, sus palabras malformadas querían estallar a modo de ruego desgarrado… La mujer, ya no una niña, es alta, de físico contundente, quién podría negar que no aparenta una amenaza, incluso cuando tres o cuatro hombres y mujeres comienzan a estrechar el cerco, obligados por sus batas blancas. Pero no se acercan lo bastante, la miran, se estudian y vigilan acaso mutuamente, aguardan. La mujer joven, cual un animal herido, se duele de algún mal profundo, una herida antigua por la que mana sangre fresca; sus alaridos rasgan el silencio, recorren el túnel en que parece haberse transformado el Centro solitario y estremecen, conmueven. Se lamenta sin palabras, llora sin lágrimas, sólo los sonidos inarticulados que huyen de su boca advierten de un reclamo, sea el que sea, mientras el gesto de sus manos lo apoya, lo afianza.
La observo un instante desde la infinita distancia que impone ese dolor suyo, tan personal, tan incontenible, tan hondo. Inspira lástima, el deseo de ir y abrazarla, calmarla, consolarla… pero al mismo tiempo impone el peligro de recibir su furia, ser víctima de su rabia… Por eso es quizá que nadie la toca, la rodean, acechan, esperan que las llamas se agoten en su pecho mientras cada cual parece desarrollar un ritual, una especie de baile que guía sus pasos hasta una sala donde finalmente la aíslan, a ella, pero no su voz, que no encuentra barrera, que corre libre todavía, que taladra los oídos y amenaza, que advierte que el suyo es un fuego que arde en sí mismo.
Llega la policía. Dos mujeres que observan y escuchan desde la calle siguen entonces su camino.
—¡Pobre! —exclama una de ellas cuando les pregunto; se lleva una mano a la sien en ese gesto tan habitual que empleamos para referirnos a los que no están en posesión de su juicio—. Cosas de novios… de hace mil años, cuando era niña. Al salir ha creído reconocer en el Centro a alguna vieja amiga, alguna rival, una chica que según ella, alguna vez le robó el novio… ¡Las cosas que están en su cabeza…!
Y la herida, real o no, sin cicatrizar, ha vuelto a abrirse en un río de furiosa sangre hirviente, en un reclamo hasta natural en cierto modo. ¡Sería tan fácil ser ella, estar en su lugar y conocer su locura! Y, sin embargo, estamos a salvo, alejados de la orilla de su abismo terrible. O queremos tener esa impresión. Y la cuestión es que cuando finalmente regresamos a nuestra casa, el castillo que nos resguarda, al cabo conseguimos olvidar que esa locura ajena no se acaba. Preferimos no pensar que mañana, quizá, puede nuevamente desatarse.


3 comentarios:

Carmen Neke dijo...

Una historia estremecedora. Y amenazante. Qué estrecho es a veces el pasillo que nos separa de esa locura sin palabras y aullante de dolor.

Almudena dijo...

Encoge el corazón.

Wara dijo...

Es tan distinto cuando te lo imaginas si lo lees en una novela, o si lo ves la tele... No sabes cómo pero la verdad es que vuelves a tu casa trayéndote un poco de tanto dolor contigo. Y la cuestión es si sirviera de algo para hacer menor el de esa mujer, hasta valdría la pena.

Besos.