sábado, 31 de octubre de 2009

Marioneta

—¡Por favor, por favor, mira de ocultar al menos los hilos…! —rogó Aurora desde su posición de incómodo equilibrio justo al borde de la mesa, desmadejada su cansada figura.
—Pero, ¿quién te crees que eres? —respondió airado el viejo Sand, el titiritero—. ¿Has olvidado acaso que no gobiernas tu vida? ¡Me perteneces!
—Cierto es que mi vida se apaga sólo con que tú lo quieras —admitió Aurora. Y añadió con un tono de voz que pretendía sonara meloso:— Sin embargo, es bien poco lo que te pide tu baronesa… que no se vean los hilos con que la guías cuando va al encuentro del príncipe…
Pero el hombre que precisamente por tener aquellos hilos entre sus manos se creía un dios, llevó una copa de vino a la boca, que temblaba de necesidad, y tras un largo sorbo que no logró saciarle, sonrió tan cruelmente que Aurora se estremeció de temor.
—Dicen que Dios aprieta pero no ahoga… —murmuró Aurora en un impulso, un arrebato de rebeldía cuyas consecuencias, estaba segura, no desmerecerían una larga vida de ataduras.
Cuando el ebrio manotazo que Sand propinó a Aurora la hizo perder su frágil equilibrio, el hombre-dios logró sujetarla justo antes de alcanzar el suelo; mas para ella no había remedio. Sand tensó ligeramente los hilos al principio, luego más y más, con rabia y furia creciente hasta que al otro extremo del hilo no se produjo respuesta.
En el espectáculo de aquella tarde, el príncipe aguardó impaciente que la bella baronesa fuera a su encuentro, tal y como venía haciendo hasta tres o cuatro veces cada tarde desde hacía demasiado tiempo… El titiritero sintió una extraña satisfacción al representar la frustración por la espera, la tristeza y el anhelo insatisfecho del articulado muñeco; no supo sentir culpa ni compasión por el final de la baronesa Aurora, la obediente marioneta que, yerta, rota, yacía en el suelo de su barraca.

Sophie Taeube-Arp
"King Deramo"

lunes, 19 de octubre de 2009

Cosa de hombres (La Ausencia, a tres voces)

Esta mañana, a la vuelta de la ducha, el padre ha seguido pasillo adelante y ha ido a encender la luz en una habitación ahora vacía; allí ha permanecido de pie, mucho rato, con la mirada perdida, reconstruyendo lo que ya sólo el recuerdo permite, acaso preguntándose cómo fue posible que aquella otra mañana, tan temprano como hoy mismo, mirara dormir a su hijo sin percibir que su sueño era distinto.

Esta mañana, el abuelo estrena zapatos. Les da el visto bueno, son cómodos. Por eso, cuando asiente y sonríe, nadie le dice. Si supiera que antes que él los ha calzado su nieto, olvidaría toda noción aprendida, el instintivo acto de caminar; caería al suelo, vencido, cual atravesado por una lanza de hierro maldito.

Esta mañana, el hermano vuelve a fingir la valentía que no siente; viste la coraza que encubre su dolor, sus miedos, aquello todo que tanto le duele aunque sus manos avancen a ciegas, abiertas…

Y así, doblegados por La Ausencia, tratando de hacerle un hueco en sus vidas, van pasando los días. Algunos son tan tranquilos que incluso halla un resquicio la risa, otros son turbulentos, conformados a base de una rabia infinita, y la misma pesadilla.

Daniel Bathaver - "Ocaso"

miércoles, 14 de octubre de 2009

Reproche

—¿Has dejado de amarme? —reclamó ella de pronto, interrumpiendo la lectura del libro en que a él le había parecido enfrascada, la voz más que los ojos próximos al llanto—. Ya nunca me lo dices…
—¡Por supuesto que te amo! —se apresuró a responder él—. Aunque, seamos sinceros, quizás es verdad que te amo de otro modo, mejor sin duda alguna…
Y añadió, satisfecho:
—¡Pero si es obvio!
—¿Obvio? —inquirió ella—. ¿En qué es obvio? ¿En la forma en que esperas encontrar cada día la comida en la mesa, en tener la ropa planchada…? ¿En la forma en que te vas por la noche a la cama sin siquiera aguardarme o cuando apagas la luz y te duermes mientras yo compruebo el despertador que ha de ponerte en pie por la mañana? ¿En todo eso encuentras obvio que me amas?
—Yo sé que tú me amas —adujo él, confundido—. Lo leo cada día en tus gestos, tus atenciones, en tu mirada. Pensé que también yo sabía hablar sin emplear una palabra.
Apartó todo obstáculo que los alejaba, periódicos y revistas, libros, objetos diversos y gafas, la incomunicación acumulada, la rodeó con sus brazos mientras murmuraba en su oído palabras entre ellos ya casi olvidadas. Trastabilló en el momento de incorporarse, cuando ella, risueña, preguntó si era hora de irse a la cama. El respondió que sí, con una condición.
—Que antes bailemos un tango… —dijo.
Y enlazados sus cuerpos para el baile, al fin se entendieron nuevamente sin palabras.

Para Anjanuca,
que sé que le gusta el tango.
Y mis cuentos…


Virginia Palomeque - Tango

sábado, 10 de octubre de 2009

Al otro lado del río

(…) me dijo el barquero:
las niñas bonitas no pagan con dinero.
(Canción infantil)



Habituada a que se cumplieran sus deseos y caprichos incluso antes de ser formulados, la bella princesa urgió al barquero:
—Llévame al otro lado del río, ¡presto!
—Pero, ¿no queréis conocer antes el precio? —preguntó el barquero, de torvo aspecto.
La princesa dejó oír una cantarina risa que creció en la noche y sobre el río. Con gesto orgulloso tomó asiento en el mismo centro de aquella barca desvencijada y vieja.
—Cueste lo que cueste, viejo barquero, pues no ignoras que soy la única hija de tus reyes —respondió. Y urgió, nuevamente:— ¡Date prisa! Al otro lado del río me aguarda el príncipe al que quiero.
—Pero no es el que vuestros padres eligieron; ni siquiera el que, por más que os ame, es quien más os conviene —murmuró, ladino, el barquero.
—¡Basta de charla, barquero! —exclamó la princesa, impaciente—. Haced lo que se os ordena, y en silencio.
—Así sea, princesa. Mas, os advierto que cumplir vuestra voluntad tiene un precio que no se paga con monedas.
El viejo barquero guardó entonces silencio y, tras tomar impulso para alejarse de la orilla, comenzó a remar con impensable fortaleza en alguien de su edad y apariencia.
Y ocurrió que al llegar a la orilla opuesta del río, tras un trayecto que se le representó eterno, la joven princesa ya era vieja; había pagado el precio de su empeño perdiendo lozanía, juventud y belleza.

Spencer Stanhome
Caronte y Psique, 1890

miércoles, 7 de octubre de 2009

Caimán

Que le llamaran “Caimán” no era casualidad. El nombre y la fama se los había ganado a pulso y no precisamente por su aspecto de hombre pequeño, nariz chata o los pies planos una vez incómodos y ahora siempre a sus anchas dentro de un zapato italiano, remate a los clásicos ternos de hechura impecable.

Y pese a su fama de hombre lejano, distante, intocable, allí estaba esta misma tarde, en mangas de camisa y pantalón de verano, disfrutando de un helado en mitad de una plaza, escuchando música en el mp3 que la pequeña Petunia había confiado a su cuidado para ella correr a empaparse de agua, polvo y cansancio bajo la atenta, embelesada mirada de su padre.

M.C. Escher
"Puddle"

lunes, 5 de octubre de 2009

Des-Nudo


...
Cuando se forma el nudo,
cuando el vínculo se establece,
¿no debería doler igual que cuando se deshace?
...

jueves, 1 de octubre de 2009

Veo-veo

—Veo-veo.
—¿Qué ves?
—Veo-veo… una intensa luz que parece ir a posarse en las aguas de ese estanque…
—¿A alguien lo amenaza un peligro?
—No temas, no; al contrario. Hay días tan brillantes en los que una persona obtiene el privilegio de contemplar, libre de máscaras, su propia imagen.