—¡Por favor, por favor, mira de ocultar al menos los hilos…! —rogó Aurora desde su posición de incómodo equilibrio justo al borde de la mesa, desmadejada su cansada figura.
—Pero, ¿quién te crees que eres? —respondió airado el viejo Sand, el titiritero—. ¿Has olvidado acaso que no gobiernas tu vida? ¡Me perteneces!
—Cierto es que mi vida se apaga sólo con que tú lo quieras —admitió Aurora. Y añadió con un tono de voz que pretendía sonara meloso:— Sin embargo, es bien poco lo que te pide tu baronesa… que no se vean los hilos con que la guías cuando va al encuentro del príncipe…
Pero el hombre que precisamente por tener aquellos hilos entre sus manos se creía un dios, llevó una copa de vino a la boca, que temblaba de necesidad, y tras un largo sorbo que no logró saciarle, sonrió tan cruelmente que Aurora se estremeció de temor.
—Dicen que Dios aprieta pero no ahoga… —murmuró Aurora en un impulso, un arrebato de rebeldía cuyas consecuencias, estaba segura, no desmerecerían una larga vida de ataduras.
Cuando el ebrio manotazo que Sand propinó a Aurora la hizo perder su frágil equilibrio, el hombre-dios logró sujetarla justo antes de alcanzar el suelo; mas para ella no había remedio. Sand tensó ligeramente los hilos al principio, luego más y más, con rabia y furia creciente hasta que al otro extremo del hilo no se produjo respuesta.
En el espectáculo de aquella tarde, el príncipe aguardó impaciente que la bella baronesa fuera a su encuentro, tal y como venía haciendo hasta tres o cuatro veces cada tarde desde hacía demasiado tiempo… El titiritero sintió una extraña satisfacción al representar la frustración por la espera, la tristeza y el anhelo insatisfecho del articulado muñeco; no supo sentir culpa ni compasión por el final de la baronesa Aurora, la obediente marioneta que, yerta, rota, yacía en el suelo de su barraca.
—Pero, ¿quién te crees que eres? —respondió airado el viejo Sand, el titiritero—. ¿Has olvidado acaso que no gobiernas tu vida? ¡Me perteneces!
—Cierto es que mi vida se apaga sólo con que tú lo quieras —admitió Aurora. Y añadió con un tono de voz que pretendía sonara meloso:— Sin embargo, es bien poco lo que te pide tu baronesa… que no se vean los hilos con que la guías cuando va al encuentro del príncipe…
Pero el hombre que precisamente por tener aquellos hilos entre sus manos se creía un dios, llevó una copa de vino a la boca, que temblaba de necesidad, y tras un largo sorbo que no logró saciarle, sonrió tan cruelmente que Aurora se estremeció de temor.
—Dicen que Dios aprieta pero no ahoga… —murmuró Aurora en un impulso, un arrebato de rebeldía cuyas consecuencias, estaba segura, no desmerecerían una larga vida de ataduras.
Cuando el ebrio manotazo que Sand propinó a Aurora la hizo perder su frágil equilibrio, el hombre-dios logró sujetarla justo antes de alcanzar el suelo; mas para ella no había remedio. Sand tensó ligeramente los hilos al principio, luego más y más, con rabia y furia creciente hasta que al otro extremo del hilo no se produjo respuesta.
En el espectáculo de aquella tarde, el príncipe aguardó impaciente que la bella baronesa fuera a su encuentro, tal y como venía haciendo hasta tres o cuatro veces cada tarde desde hacía demasiado tiempo… El titiritero sintió una extraña satisfacción al representar la frustración por la espera, la tristeza y el anhelo insatisfecho del articulado muñeco; no supo sentir culpa ni compasión por el final de la baronesa Aurora, la obediente marioneta que, yerta, rota, yacía en el suelo de su barraca.