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… y por tapiar un estanque,
no conoció Raiolán
el espejo de unos ojos
a los que asomarse.
Balada de Raiolán, la triste
(fragmento)
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Ocurrió que la nodriza era demasiado mayor y sorda. La princesita era tan bella, la reina había muerto en el parto, y la anciana tan sólo pretendía protegerla en su desamparo. Por eso cuando escuchó el augurio de la madrina diciendo que llegaría el día en que Raiolán hallaría un sapo en el fondo de un estanque… sencillamente se asustó tanto que, sin querer escuchar el resto del vaticinio, lloró amargamente por el destino que aguardaba a la desvalida criatura.
Pero pese a todas la precauciones del aya, torcidas por voluntad más poderosa que los buenos deseos que la guiaban, llegó el día en que Raiolán se asomó al interior del estanque y descubrió en el fondo, entre las ondas del agua, un ser que le pareció reconocer deforme y repulsivo, y aunque de algún modo la atraía hasta casi hechizarla por obra de un inexplicable encanto, el horror la empujó finalmente a alejarse. Y corrió y corrió hasta encerrase en el seguro refugio de sus aposentos, en lo alto de la solitaria torre que coronaba el castillo, exenta de comodidades reales.
—¿Qué es lo que he visto en el estanque? —preguntó más tarde Raiolán a la reina viuda, su madrastra—. ¿Qué secretos terribles allí se guardan?
—A vos misma os visteis —respondió la madrastra, que odiaba a Raiolán con toda el alma—, fue vuestro reflejo el que mirasteis.
La crueldad de la madrastra halló eco en la ingenuidad de la princesa, que creyó en la verdad de sus palabras. Y pasó un tiempo y Raiolán, incapaz de evitar la hipnótica atracción que sentía por mirarse nuevamente reflejada en el fondo del estanque, ordenó que todos sin excepción fueran tapiados de inmediato, incluso todos los pozos, las fuentes y regatos. También mandó retirar los espejos que adornaban las estancias de su casa, prohibió su uso y amenazó con castigo extremo, algo inusitado en una jovencita de carácter hasta entonces sensible y tierno.
Cuando la infeliz Raiolán falleció, ya anciana y sola, conocía de la existencia de los sapos, de repulsiva apariencia, de tacto desagradable, pues no era extraño verlos asomar por corredores y salones de su castillo desvencijado. De lo que nunca supo fue de la belleza que guardaba en sí misma, ni del vaticinio que acabó malogrado por el empleo de muy malas artes. Hubo piedad, sin embargo, en el hecho de que ignorara ese secreto que todo el mundo sabe, el que dice que a todos nos aguarda un sapo encantado, realmente mágico, destinado a transformarse con un beso en el príncipe que camina a nuestro paso hacia un destino rosado.