jueves, 28 de enero de 2010

Hagamos un trato

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¿Recuerdas cuánto nos gustaba hablar, que peleábamos por hacernos un hueco e incluso temíamos rompernos los dedos, todos los huesos? Hagamos un trato, dijiste. Tú dibujarías en el aire las palabras, los sentimientos. Al anochecer, en la oscuridad, yo escribiría en tu cuerpo. Trazaría letras en tu espalda como si compusiera un verso, como si leyera para ti un poema de Cernuda, Borges o Benedetti, palabras-estrellas que no toqué allá en tu cielo y que tú me enseñas con la infinita paciencia de quien ignora las prisas, de quien, eligiendo la vida, hace de ella un viaje con destino incierto.

Desde entonces, cada vez que tus manos se abren al sonido de la risa, el llanto, la tristeza o la alegría y derrochan su magia envolviendo las mías, se me corta el aliento y sólo alcanzo a mirarte en silencio, muda la voz, detenido el tiempo. Esas manos que escribieron para que todos lo supieran un sincero te quiero, un te quiero que vuela ya en el viento junto a mi respuesta. Es cuando tus manos se lanzan así a volar que comprendo con cuánta facilidad alcanzas el cielo… y no tengo miedo; te sigo, no me pierdo. Lejos de ti es cuando descubro el vértigo.

A veces nos mira la gente en la calle con gesto indiscreto. No te molesta; te divierte su curiosidad, te divierte poder dialogar ante ellos de nuestros secretos, seguro de que muy pocos alcanzarán a entendernos. Los niños, sí, nos miran y en seguida advierten esa forma en que has elegido quererme… ¡Qué pronto nos comprenden! Sin abusar de palabras o gestos superfluos, qué natural es para ellos comunicarse incluso en silencio.

Yo también al fin lo comprendo: decirte amor con las manos es un privilegio.


Evelina Oliveira - "E o resto é silêncio"
("Y lo demás es silencio")

lunes, 25 de enero de 2010

La eterna sombra larga (*)

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Sabed,
sabed que hasta tal día como hoy, hace dos años,
en esta tierra de incesante lluvia, de niebla inescrutable,
brilló, no obstante, resplandeciente el sol.
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De pronto el cielo oscureció, cayó la noche,
y la vida como era, feneció.
...

In Memoriam
25 Enero 2010


(*) Con permiso de Luis Cernuda...

jueves, 21 de enero de 2010

Albur

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¿Para quién el abismal infierno,
para quién la promesa del edén,

para quién la gloria y la victoria,
para quién la derrota vergonzosa?
..
¿Para quién el Bien, para quién el Mal,
si nacieron al unísono y formaron unidad,
la cara y su reverso,
imagen, reflejo y complemento
donde mirarnos cada cual?


Ilustración:  Kelly Murphy

sábado, 16 de enero de 2010

Cruzar el umbral

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Era tal su temor a cruzar el umbral y pasar al otro lado que hasta la misma Muerte se apiadó de ella y decidió olvidarla. Sin embargo, llegó un día en que no pudo sino desearla y, llamándola, no obtuvo de la Muerte más respuesta que el silencio de la vida eterna.


lunes, 11 de enero de 2010

El no está ahí

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Cuando esa noche se abrazó, ávida, a su cuerpo, con ansiedad quiso retener sus sueños, poseerle por completo. Tan perfectamente encajaban el uno en el otro que parecían destinados a repetir aquella danza de dicha infinita, dicha hasta ahora desconocida, y que no quiso pensar ya a su edad inmerecida.

Mientras él todavía dormía, se liberó sigilosa de las mantas, recogió la chaqueta caída en cualquier sitio y depositó en los bolsillos un puñado de monedas con las que pagaba el disfrute de un cuerpo, caricias y besos que él sabía simular los más sinceros. Cuando hubieran de despedirse todo resultaría más fácil, incluso un hasta luego sonaría creíble, incluso podría insinuarle un ya sabes que te espero... No ignoraba que, a veces, el paso de los años, la edad, exige un precio; y pues había aceptado pagarlo, regresó a los brazos de su amante para abandonarse nuevamente a ellos, sin remordimiento.


Toulouse Lautrec
 "In bed", 1893

lunes, 4 de enero de 2010

Múrah, enamorado

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El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que de veras siente.

- Fernando Pessoa -



Cuando concluyó la ceremonia, Uría besó a Rodolfo. El sommelier escanció el más selecto de los vinos cultivados en el noroeste de las tierras del ducado donde la princesa había nacido hacía apenas veinte años y los invitados elevaron sobre sus cabezas exquisitas copas talladas en oro, pronunciaron vítores y anunciaron a la pareja seguros honores. El eco de la cantarina risa de la princesa rasgó el alma de Múrah, sintió un estremecimiento, un helado escalofrío que adivinó antesala del llanto que pugnaba en su garganta. Es, pues, un amor no correspondido, se dijo a sí mismo, la sonrisa escrita en los ojos y en los labios, obligados ambos a guardar silencio, a no revelar nada para no verse a sí mismo expuesto, para no convertirse él, bufón, en motivo festivo de canciones y crueles sátiras.

Aguardaban todos que Mürah representara su papel de mímico famoso, una actuación irrepetible, digna de la ocasión, que él no pudo sino sentir grotesca cuando inclinó sumisamente la cabeza e hincó, rendido, la rodilla en tierra, requiriendo de la dama a quien amaba le nombrara su más leal caballero. Y cuando Uría alzó orgullosa la afilada espada y la retiró denegándole el honor, cuando simuló querer besarle e igualmente se apartó, el bufón fingió tremendo espanto y se alejó arrastrándose —la espalda a voluntad encorvada, las poderosas piernas, debilitadas—, retrocedió embozando el rostro con la capa, con las manos, fingiendo un dolor, una angustia que rebosaba realmente en su pecho enamorado. Con gesto demente y actitud en justa medida enajenada bebió del vino amargo y oscuro permitiendo que las manos, falsamente deformes, ricamente anilladas, lo derramaran por la límpida pechera blanca, enturbiándola, tiñéndola de grana y escarlata, cual si la falsa herida de su corazón quebrado sangrara con inusitada ansia…

Y las lágrimas que finalmente empañaron su mirada, supremo deleite de Uría, Rodolfo y sus convidados en la excepcional jornada, confirmaron a Múrah como el más envidiado de los bufones, aquel por reyes y poderosos desde entonces disputado, el más fiel a la realidad en sus actos y, por ello, el más falso.

Edmund Blair-Leighton
Alain Chartier, 1903

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