viernes, 29 de mayo de 2009

La leyenda del castaño

1

Ignorantes de que su historia no podría ser, Esteban y Elena se conocieron siendo muy niños, se agradaron y con el tiempo se enamoraron, circunstancias que colmaron de felicidad a sus ancianos padres, porque no tendrían que tratar el matrimonio ni imponérselo a sus respectivos hijos. Lo que sí acordaron fue que a la edad de dieciséis años la princesa abandonara su país para reunirse con Esteban en el suyo, un poquito más frío, más brumoso y húmedo.
Fue así que, llegada la fecha fijada, Elena abandonó su castillo, su familia y sus costumbres de niña y emprendió el viaje que daría cumplimiento a su destino. Pues el trayecto se preveía largo, cansino y exento de peligros pese a los varios bosques especialmente agrestes que sería preciso cruzar, el séquito que acompañaba a la princesa no era numeroso ni tampoco ostentoso, sino más bien al contrario. Ocurrió precisamente al dejar atrás uno de aquellos bosques, más frondoso, espeso, misterioso y bello que los demás, que Elena descendió de su carroza atraída por la belleza de un árbol que se erguía majestuoso y solitario en un claro del bosque. Los abundantes frutos de brillante color pardo rojizo asomaban en las carnosas cúpulas erizadas de espinas y yacían desparramados entre las raíces, gruesas y retorcidas, en torno al inmenso tronco. Elena nunca había visto nada igual, y lo sintió tan bello que no se resistió a comer de aquel fruto de piel oscura y carne color manteca, áspero al tacto pero grato al paladar.
Una sombra creció y se extendió hasta alcanzar el árbol y cercar a Elena y a sus damas, tan niñas y asustadas como la propia princesa. Elena se sobrepuso a su temor y pretendió girarse para ver qué significaba aquello, pero los tacones hincados en la hierba la hicieron trastabillar; antes de tocar el suelo, sin embargo, alguien la sostuvo en volandas con suma atención y diligencia.
—Señora, no está permitido comer de estos frutos —dijo el hombre que evitara la fatal caída y que ahora retenía entre las suyas una mano de Elena—. Hacerlo exige una compensación.
—Bien, puedo pagar el precio que fijéis —repuso Elena, de pronto orgullosa de sus anillos y sus joyas.
—No es cuestión pecuniaria —sonrió el hombre tras presentarse a sí mismo como guardabosques—. El pago es una prueba: debéis adivinar cuál es el árbol más longevo del bosque.
—¡Pero yo nada sé de árboles…! —exclamó Elena.
—En caso de que no logréis identificar el árbol más longevo —advirtió el guardabosques indiferente a las quejas de la princesa—, vos misma pasaréis a formar parte de su corteza. Os fundiréis en ella y vuestra juvenil fortaleza servirá de energía nueva a su savia vieja.


2




Esteban creyó volverse loco de dolor y desesperación viendo que el tiempo pasaba sin que nada se supiera de Elena. Corrió al bosque donde se le dijo había desaparecido su amada, encontró al guardabosques, lo increpó y amenazó, lo golpeó ciegamente sin obtener respuesta a su violencia. Arrastraban al desdichado príncipe contra su voluntad para devolverlo a su castillo y familia cuando el joven reparó en la belleza de un árbol que se erguía majestuoso y solitario en un lejano claro del bosque. Abundantes frutos de brillante color pardo rojizo que asomaban por las carnosas cúpulas erizadas de espinas yacían desparramados entre las raíces, gruesas y retorcidas, en torno a un inmenso tronco.
—El dolor me ha trastornado —gimió, confuso—, me ha nublado la razón. Si no, ¿por qué creo ver en la corteza de aquel árbol las formas de mi Elena tan amada?
Quiso correr y fue retenido, se revolvió, forcejeó y al final logró liberarse de quienes le acompañaban sólo para velar por él. Corrió desesperado, como un demente, como un enamorado que ha perdido a su amada y la razón y cree hallarlas a ambas porque, recuperándolas, nada habrá pasado, todo no habrá sido sino una cruel ilusión. Corrió Esteban, y en su precipitación tropezó y cayó. Se levantó y volvió a caer. Las piernas no le sostenían, las lágrimas no le permitían ver. Alcanzó al fin el tronco del árbol, y mientras con el dorso de una mano apartaba las lágrimas que lo cegaban, con la otra recorría los surcos que la edad había dejado en la vieja corteza del árbol.
—Viejo castaño, rey del bosque —rogó—, permite que abrace a mi amada, aunque sea una última vez.
Y al tiempo de así hablar, extendió Esteban los brazos para ceñir con ellos la gruesa, rugosa y áspera corteza, que sintió seda, terciopelo y esbelta; después aspiró el perfume de su amada, escuchó su voz que le hablaba, y enterró el rostro en su pecho para fundirse en un último abrazo, ese abrazo que podemos observar en el tronco del castaño.

lunes, 25 de mayo de 2009

Dos

Día de furia;
un caballo salvaje
late sin dueño.
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sábado, 23 de mayo de 2009

Equilibrio

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—Vente conmigo —rogó él tras decirle en qué consistía su trabajo en el circo.
Y ella, que siempre quiso hallar un término medio entre arriba y abajo, abierto y cerrado, negro o blanco, la paz y la guerra, éxito y fracaso…, no lo dudó. Marchó con él. Y al cabo de unos meses tan sólo, formaban la pareja más compenetrada: en equilibrio sobre la pista del circo, con perfecto equilibrio en su vida diaria.

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miércoles, 20 de mayo de 2009

Olvidó que era su sino

Olvidó que era su sino. Lo olvidó. Se despertó sin que nada presagiara lo que a mediodía se le vendría encima. A esa hora, era tal el sentimiento de extrañeza, de no ser ella, o de serlo realmente, quién sabe, que no logró reconocerse a sí misma en sus gestos, actitud y sentimientos. De tal modo que sencillamente pensó que era mejor morir. Lloró largamente, en silencio, porque tenía que hacerlo. Porque había olvidado cómo era aquello de sentirse ignorada, olvidada y sola. Porque se había forjado una esperanza, una loca ilusión; y no tenía derecho. Lloró porque la vida no perdona. Salió a la calle, donde las nubes y un sol radiante creaban sombras a su alrededor… Y conforme avanzaba, arrastrando los pasos uno tras otro, recordó que sonó el despertador, por dos veces lo apagó. Entonces se preguntó si realmente había despertado o acaso no.

Tamara de Lempicka
"La dormeuse"

lunes, 18 de mayo de 2009

Uno


Con la aurora
se reconcilian los dos,
placer y dolor.
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viernes, 15 de mayo de 2009

Para no soñar

A su regreso de Lisboa, ella le espera impaciente, como siempre. Pero es tanto su cansancio que ni siquiera piensa en la posibilidad que desde hace un par de meses trata de asentarse en su mente en forma de certeza: ¿Ella le espera a él o aguarda tan sólo sus regalos?
—¿Qué me has traído? —pregunta tras el primer saludo, un beso esquivo, un abrazo apenas esbozado y ya frustrado.
Aunque no sabe gran cosa de ella y su pasado, tiene la seguridad de que ha vivido experiencias que no logra borrar, que la asaltan voces en la noche y rostros que la aterran. Duerme poco, siempre ya de madrugada, un sueño intranquilo, alterado, lleno de amenazas; alguna vez la oyó sollozar, rogar que no le cortaran las alas, que le permitieran volar. Por eso, pese a todo, a él le gusta verla revolver en la maleta, buscar, voltear el contenido sobre la cama, sin descubrir nada.
—Ahí, ese paquete azul —señala él su chaqueta sobre el respaldo del sofá.
Su gesto decepcionado ha logrado arrancarle una sonrisa cansada cuando ya los ojos se le cierran. La mira rasgar el papel que envuelve el regalo, cómo da vueltas al objeto que tiene entre las manos.
—¡Un libro! —exclama ella sin apenas dominar la decepción.
—Nunca he comprendido tu aversión a los libros —se defiende él, renunciando a meterse en la cama—. Además, no sabía que traerte ya, todo cuanto he mirado se repite en todas las ciudades. Compro para ti lo mismo que mis colegas a sus esposas, no hay nada espontáneo, original ni personal en mis regalos… ¡Y te aseguro que existen más libros entre los que elegir que collares, pulseras o relojes… vestidos o zapatos!
Se acerca a ella y la abraza dulcemente, tratando de razonar.
—Algunos libros son en sí mismos auténticas joyas. Hubo un tiempo en que yo leía mucho, ¿sabes? —confiesa por vez primera—. En los libros encontraba una puerta abierta a infinitos mundos… ¿Por qué los rechazas? ¡Abrelo, anda!
—¿Abrirlo? —repite ella.
—Sí, ¿por qué no lo abres y miras dentro de él?
Ella le devuelve el libro cerrado acompañándolo de una extraña mirada.
—Porque también yo leía… Pero no era libre —responde ella antes de darle la espalda—. Y por eso, y para impedirme soñar, me cortaron un día las alas. Las palabras ya no significan nada. Son sólo palabras.


domingo, 10 de mayo de 2009

La broma

A Carmen D. e Iván L.
A Jorge B., Silver y Pilar...
A los cinco por tomarme la libertad
de coger prestados sus nombres
y por facilitarme algún que otro detalle más.


A ella, de nombre extranjero impronunciable, habían terminado por llamarla sencillamente Carmen. Desde el comienzo se había quejado tanto del aburrido menú que ofrecían en el comedor de la Escuela, de su nula calidad nutritiva y, en definitiva, de su imperiosa necesidad de comer decentemente al menos un único día, que Iván se decidió a invitarla a almorzar juntos al día siguiente, viernes. Barajó los nombres de dos o tres de los mejores restaurantes de la ciudad, pero cuando se dio cuenta de que sólo se le ocurrían lugares pequeños e íntimos para una invitación que nada tenía de cita, pensó que bien podría ser ésta la excusa perfecta para reivindicar aquel prestigio como chef —hoy venido a menos— por el que sus amigos lo envidiaban y admiraban a partes iguales. Prepararía una comida sencilla en su propio apartamento recién estrenado y, como hombre que además acaba de recobrar la soltería, y para no crear expectativas ni dar lugar a falsas interpretaciones de aquel primer encuentro extraacadémico, invitaría también a Jorge, un joven escritor de brillante porvenir, e incluso a Fidel, profesor ya retirado que, cuando menos, garantizaba una amena conversación de sobremesa.

El viernes, pese a la antelación con que Carmen llegó al apartamento de Iván, éste tenía todo dispuesto con excepción del plato principal, un cordero lechal acompañado de aceitunas negras que se asaba mansamente en el horno de una cocina ultramoderna y en la que no se echa en falta ningún detalle ni complemento; seleccionar, trocear y mezclar los ingredientes para una ensalada a base de escarola, rúculo y frutos rojos de temporada le había templado la súbita ansiedad, el nerviosismo por el posible éxito o fracaso de aquella jornada que de algún modo consideraba probatoria para sí mismo. Hombre de trato exquisito y sumamente atento, saludó a Carmen con un ligero beso, recogió su bolso y su abrigo y le ofreció una copa de vino, que ella prefirió blanco y albariño, y sin darse cuenta se perdieron en una charla inconexa, repasaron anécdotas sin importancia y recuerdos imprecisos de viajes diversos y lugares comunes.
—Voy a gastarte una broma —anunció Carmen de repente.
—Oh, bueno, a ver… sorpréndeme —accedió Iván, recordándose que su sentido del humor estaba bajo mínimos tras el difícil proceso de divorcio.
—Define “broma” —dice Carmen y en seguida especifica:— su etimología.
Iván ríe.
—¿Me pones a prueba?
—¿No lo sabes? —insiste Carmen y en el fondo de su mirada sorprende Iván un punto de maldad cuyo significado no comprende.
—No, no lo sé —responde.
—Broma, chanza, bulla, diversión… —Carmen pronuncia lentamente cada sílaba, parece humedecerse los labios con cada palabra— deriva del griego, brõma, alegría de sobremesa, y bribõsco… devorar…
Se detiene un instante muy breve y bebe sin que el vino apenas alcance sus labios. Abandona la copa sobre la mesita auxiliar, los ojos fijos en la mirada de Iván, en la que percibe cierta confusión, extrañeza, incluso desconfianza y miedo, y advierte:
—Aquí está la broma.
Entonces extiende los brazos hacia Iván, lo atrae hacia sí y, antes de que éste pueda darse cuenta de sus intenciones, de si sólo quiere besarlo o qué pretende, absorto en las líneas de las manos intrincadamente tatuadas en las que nunca antes ha reparado y que por primera vez contempla, Carmen lo devora limpiamente.

Hmmmm… qué delicia, que maravilloso manjar, cuánto tiempo de privación, piensa Carmen mientras comprueba que todo en el apartamento esté en orden, que no quede rastro alguno de su paso ni de su arrebatado acto. Recoge el bolso y el abrigo, se enfunda unos guantes para ocultar la manifiesta transformación que comienza a revelarse en sus manos, y se las ingenia para salir sin ser vista por una puerta lateral del edificio. Lo rodea sin apresurarse hasta alcanzar de nuevo la puerta principal, donde precisamente Jorge se está apeando de un taxi. Fidel se retrasará todavía, le dice, se ha encontrado con Pilar; lo que equivale a un no vendrá. Carmen sonríe sin acabar de creerse dueña de tanta suerte: En unos minutos volverá a jugar, y quizá la broma resulte más divertida con Jorge que con Iván. El muy ingenuo alcanzó a intuir el final pero la defraudó asustándose… como un niño asomado de pronto a la boca del ogro. En el ascensor, Carmen intenta mantener la compostura, dominar su apetito despierto, la boca, los dientes, los colmillos a medias satisfechos le duelen…
Jorge golpea con los nudillos en la puerta del apartamento de Iván. No responde, qué extraño. Comprueba el picaporte, la puerta se abre.
—Seguro que algo se le ha olvidado y ha bajado a buscarlo —dice Jorge—. Entremos.
Desde la cocina les llega el apetitoso aroma de un cordero lechal que se asa mansamente en el horno… A la ensalada falta por añadirle el aliño. En un frutero, unos mangos delatan el plato que completa el menú dispuesto por Iván. La mesa, próxima a la terraza, luce engalanada para cuatro comensales.
—¿Te apetece una copa de vino? —Pregunta Jorge y Carmen asiente; el insoportable dolor de la boca impacienta su sonrisa y aparenta una mueca, una especie de burla, un gesto deforme.
—Mientras esperamos… —consigue decir Carmen—, voy a gastarte una broma.
—Oye, por si no lo sabes todavía, te advierto que soy el rey del buen humor…
—¡Perfecto! Porque no te defraudaré.
Y ambos se sonríen mutuamente…


viernes, 8 de mayo de 2009

Algo distinto

… donde mis ojos, estos ojos,
se despiertan en otros.
Luis Cernuda


Regresó de su última misión con un extraño objeto oculto bajo el brazo, algo que confesó haber requisado y que, sin embargo, no había entregado cuando debió haberlo hecho. Sin saber por qué, decidió conservarlo. Le explicó que el objeto habría pasado desapercibido, no le habría intrigado ni prestado atención, si no fuera por el miedo reflejado en los ojos de su anciano propietario, su ansia y desesperación por protegerlo y ocultarlo. Ella le preguntó qué era aquel objeto, cuál su valor o importancia. El lo ignoraba pero, le dijo, es un tesoro, sin duda, quien lo guardaba lloró al arrancárselo. Sus lágrimas eran reales, sinceras y amargas.
—Esta noche quisiera intentar algo distinto —anunció unos días más tarde, cuando por fin consiguieron cuadrar sus respectivas jornadas de descanso.
—¿Sí? —pide ella, risueña, cómplice y predispuesta, fingiendo no haber visto cómo oculta bajo la almohada el extraño objeto del que él ya nunca se separa.
—Sí –confirma él y le devuelve la sonrisa. Busca su mirada y cuando se descubre en ella reflejado comienza a susurrarle al oído, despacio, una especie de letanía que a la vez estimula y adormece los sentidos de ambos, réplicas físicamente exactas, perfectamente diseñadas.
Ella se rinde en sus brazos, es muy tarde y amanece; mientras, él continúa su cántico. Al despertar por la mañana, es ella quien lo mece a él, dormido, exhausto, confiado en la seguridad de su abrazo. Las palabras acuden a sus ojos, asoman en sus labios; con facilidad, libres como un río, ahora es ella quien las canta...
—Gracias —susurra finalmente, despertándolo—. El sueño ha sido increíble.
—Eso a lo que tú llamas sueño… es magia, palabras, ritmo. El viejo a quien se la arranqué, lo llamó de dos formas distintas: libro, primero y, después… poesía.
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domingo, 3 de mayo de 2009

Veo-veo

—Veo-veo.
—¿Qué ves?
—Veo-veo… ¡un lugar del que puedo salir para volver a entrar!
—¿Las puertas de tu hogar?
—No, no, veo el sueño y su despertar.
—¿Y si un día no despiertas?
—Cuando alguien hace trampa, el juego siempre acaba mal.

Edward Burne-Jones

The last sleep of Arthur in Avalon
(El último sueño de Arturo en Avalon)