lunes, 29 de diciembre de 2008

Cinderella / La Cenicienta

Thomas Sully, 1843



Edward Burne Jones, 1863



John Everett Millais, 1881



Arthur Rackham, 1919



Elenore Abbott, 1920


Edmund Dulac, 1920

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Aladino y la lámpara E.T.

Versión libre y sin subtítulos

Ocurrió aquella noche que a Aladino se le estropeó la televisión. Como no tenía idea del funcionamiento de un nuevo artilugio llamado “yotube y retuve”, no se le ocurrió nada mejor que echarse a la calle, que era especialmente lúgubre y larga, y conformarse con el entretenimiento más sano que se recomienda a toda la humanidad, esto es, caminar.

Pues caminaba Aladino con paso cansino, lento, incluso torpe, preguntándose qué aventuras correrían mientras tanto los protagonistas de su serie preferida cuando desde lo alto de un balcón alguien arrojó a sus mismos pies, calzados con gastadas babuchas, un objeto un tanto extraño que identificó como antiguo y así lo recogió y giró entre sus manos con cuidado y mimo. Y ocurrió algo maravilloso, aún más, portentoso: brotó una luz deslumbrante, formada por la combinación imposible de todos los colores existentes en el iris, y de entre esa luz comenzó a formarse como el contorno de una cabeza enorme y desproporcionada en la que sobresalía una boca amplia y un par de ojos negros e inmensos como dos bocas de horno; desde la garganta profunda brotaron las siguientes palabras:

—Mi amo, manda.

Nada más asomar aquel ser del interior del objeto que parecía no más que una lámpara de aceite —debía de estar más fría que caliente—, Aladino exclamó:

—¡Ostras! ¡Esto tendrían que verlo Mulder y Scully, pues no dudo les cae en su campo!

Y dicho y hecho: allí estaban los dos agentes del Federal Bureau Investigation (popularmente conocido como F.B.I.), los mejores expertos en asuntos que no se ven ni se explican y que, en consecuencia, se tratan y se esconden en burós subterráneos. Se les veía un tanto confusos, hasta perplejos, contradiciendo con ello su acumulada experiencia, pero Aladino no se fijó en el detalle, aunque de hacerlo ni siquiera se lo tendría en cuenta. De inmediato y como si hubiera esperado toda su vida aquel instante, Aladino expuso a los agentes americanos el meollo del portento.

—¡Es un mago! —exclamó Scully sin acabar de ponerse en situación.

—No, no, no. ¡Esto es un E.T. de origen impreciso e incierto! —repuso Mulder con su habitual énfasis y convicción.

—También puede ser el Fumador convertido en cenizas y humo —murmuró Scully un poquito fastidiada por la superioridad de Mulder.

—Quita, pongámonos de acuerdo para que no haya de mediar Skinner —aceptó Mulder, conciliador, y todavía añadió: — Si sólo tú te ocupas, los enviaré a Guasintón.

—¿A mí también? —quiso saber Aladino—. ¡Muy pocas veces he dado vuelta a la esquina…!

Scully apoyó brevemente la mirada en Aladino —la chica, en ocasiones, tiene un punto despectivo—. Tomó la lámpara de manos de Mulder y dijo con voz sinuosa:

—Me encargaré yo…

—Si es lo que quieres… Dana.

—Quiérolo, Fox.

—La verdad está ahí fuera —le recordó Mulder con la voz misteriosa de sus primeros encuentros.

—A lo mejor, sí… —intervino entonces Aladino, ya aburrido de escucharlos—, a lo mejor, no. Acaso esté en el fondo de la botella.

Captando el símil, el ente de la lámpara respondió sin precipitación, pero a Dana y Fox se los tragó. Y éste y no otro es el motivo por el cual la serie de televisión finalizó más o menos sin explicación, y es que ni de los actores rastro se encontró. Expediente X. File name o como en español se llame.

Aladino regresó a su casa cavilando, preguntándose si no sería cosa tonta esa de no pensar antes de hablar; si él lo hubiera pensado, los agentes del FBI no habrían venido, o habiendo venido, tal vez él podría haberles pedido que se dieran el beso imposible que nunca se dieron en televisión… ¡Qué tontería!, se dijo. La verdad es que tendría que haber pedido para sí riquezas y castillos, la atención de cierta joven muy bonita… ¡y mira qué desatino!

Abrazaba la lámpara antigua cual si fuera a escapársele, ya nada le sorprendía; la noche era hermosa y brillante, llena de estrellas y luna, ¡qué romántico! Pensó en la muchacha de la esquina, Halina, la de la tienda de sándalo y flores; y sin poder evitarlo, suspiró largamente por la niña:

—¡Halina, mi vida…! ¡Si tuviera una alfombra que pudiera volar, conmigo te llevaría a un lejano lugar!

Y el mago de la lámpara, que no era tan estricto ni apegado a la tradición, se encogió de hombros y dijo:

—Si con eso solo se conforma y nada más desea para ser dichoso…, ¡sea!

sábado, 20 de diciembre de 2008

El libro desaparecido

El libro desapareció exactamente aquella noche, amparado por ese astuto y y a la par benévolo silencio que en ocasiones dispensa al que se abandona a su sueño; y aunque varias personas ocupaban la sala de lectura a tan tardías horas, ninguna hubiera servido como testigo ante el Tribunal. Por la mañana muy temprano, la estancia fría y vacía, se descubrió el hueco que el volumen ocupaba en la estantería; el hecho, tan extraño, suscitó gran controversia, recíprocas sospechas y miradas de contenida indignación, porque por todos es sabido que robar un libro es robar una vida, la que adquiere en manos de cada uno de sus lectores. De incalculable valor, de contenido misterioso, el libro se definió asimismo como insustituible; no existía ningún otro ejemplar que pudiera ocupar el privilegiado lugar ni llenar el vacío de su predecesor.

—¿De qué hablaba el Libro? —quiso saber entonces una niña.

—Sus páginas desbordaban palabras de amor —respondió con pesadumbre el hombre que cuidara del volumen hasta su desaparición.

—¿Nadie conoce las palabras? —insistió la niña.

—Lamentablemente, todas no —respondió el hombre con manifiesto pesar.

—¡Comencemos por anotar las que recordemos! ¡Haremos un libro nuevo, sí, por favor! —gritó la niña—. Usemos palabras que nos salgan del corazón… llenémoslo con palabras de optimismo e ilusión, también de dolor y resignación. ¡Empiezo yo! —pidió, y pulcramente escribió—: En ángel que se durmió en la noche, el que tanto nos amó, no crean que nos abandonó. Marchó para transformarse en un ángel incluso mejor.


viernes, 19 de diciembre de 2008

Der Rattenfänger von Hameln

El flautista de Hamelín
- Versión libre -


No siempre era sincero en cuanto al objeto de su profesión. No se avergonzaba, no había por qué, pero, ¿qué queréis? Despertaba cierto rechazo allá por donde iba.

Pero ahora lo habían requerido en cierta población del interior. Le pagarían bien, lo que quisiera, si aceptaba acudir de inmediato. Y pues el dinero es lo que mueve el mundo, se dijo, iré mañana mismo, les respondió por email.

Y fue. Y realizó su trabajo con la rapidez y eficacia que le había proporcionado fama y renombre. Llegada la hora de cobrar, sin embargo, comenzaron a darle largas en el Ayuntamiento: que si las arcas mediadas, que si los de Hacienda investigando cuentas nada claras, que si los pluses, que si hoy es santa Rita y aquí no tenemos prisa…

La demora acabó por quebrantar su ánimo y al tercer día desde la última visita a la villa se encaramó al kiosco con el que se pretendía embellecer el centro de la plaza y así habló a los presentes y los amenazó con el índice apuntándoles a la frente:

—Mañana, a las doce del mediodía, me llevaré de este pueblo lo que consideráis mejor y más valioso. No habrá una sola excepción, ni hasta el fin un instante de reposo.

El hombre, que era joven, alto, guapísimo, bien hablado y muy educado —creo que se llamaba Vigo, o quizás fuera Viggo, ¡ay que pierdo el hilo!—, el joven, digo, se volvió a la ciudad y se perdió con la Visa en una de esas calles famosas que concentran el mercado más caro y mejor. Aquí y allá compró traje, camisa, corbata, zapatos —de gamuza azul, qué extraño capricho—, reloj a la última e incluso gemelos y lentes de sol. Buscó un barbero —en esto no hubo derroche—, se afeitó, se cortó el pelo y se acicaló que no queráis verle la planta como la vi yo —querríais, señoras, pero falta acabar la historia, que luego cambiáis de opinión—.

A las doce en punto del día señalado, coincidiendo el apocalíptico toque de las campanas en el reloj de la torre con el delicado y casi inaudible pitido del Rolex, el joven hizo su aparición. Siete mujeres volvían de misa y a todas ellas las saludó con exquisita educación y más deslumbrante expresión. Un solo guiño bastó para tenerlas al instante a sus pies, a las siete. Siguió la expedición enfilando por la calle del mercado: a todas cuantas mujeres guiñaba el ojo, o sonreía o miraba, o incluso desdeñaba sin consideración, caían rendidas ante él sin remisión. Y así recorrió la villa, congregándose las mujeres todas a su alrededor: jóvenes, viejas, viudas, solteras, madres, esposas, mismo niñas en edad de merecer —como se decía alguna vez—. Y todas le seguían ya ciegamente, rendidas, sonriendo si él sonreía, caminando si él caminaba, deteniéndose sólo si él se paraba…

Los hombres de la villa corrieron tras Vigo rogándole que no se llevara a sus mujeres. Pero el perfume que desprendía —y os recuerdo que en ello no hubo derroche— era tan intenso y sin igual que ellos mismos, hombres, se sintieron desfallecer. Y hubieron de regresar a sus casas vacías de madres, esposas e hijas, y aprender desde entonces a gobernar la vida por sí mismos; es decir, lavar, planchar, comprar, atender a los niños o encender la cocina, en lugar de comer y sólo manchar lo que “alguien” ya no limpiará.

Y la villa, que acaso se llamaba Hamelín, quedó sumida tras sus gruesas murallas en un manto de tristeza y soledad y pena. Por más que busquéis, ya os lo digo, no encontraréis en ella una sola mujer que esta historia os confirme…

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Winter Solstice

Todo se lo daban hecho. Un día descubrió que aquella música que amaba, aquellos sonidos con nombres propios como Gillespie, Armstromg y otros que atesoraba en la memoria estremecían extrañamente su ánimo, y entonces decidió que era el momento de alejarse, de romper con todo antes de romperse él mismo. Para él no habría reconstrucción, los retazos de su alma se dispersarían y se perderían en los silencios de su música.

Eligió llevar esta vida de asceta, lejos de los lujos y el buen vivir que la ciudad le proporcionaba sin esfuerzo. Ahora había llegado a lo alto de la colina, y permanecería allí rodeado tan sólo por una fría noche brillante de estrellas, estrellas que observaban en respetuoso silencio cómo se preparaban genio y trompeta para la anunciada llegada del cometa. Era su tributo, su momento. Fugaz, sí, pero también eterno.
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