domingo, 26 de abril de 2009

Una nube en los tacones

En la zapatería le muestran un calzado de lo más cómodo, y en las boutiques prendas que mutan del gris al negro en todos sus tonos. Observa las nubes en concentrada esperanza; no sabe desde exactamente cuándo, pero las reconoce y entiende su lenguaje de claros, lluvia y nubarrones; y hoy, no, no lloverá, acaso para privarla de razones, de excusas que la eximan de salir a pelear con los leones.
Pero sí, ¡entérate!, ella quisiera ser así, despreocupada, arriesgada, voluble y segura. Quisiera ir por la vida sin mirar continuamente dónde pone los pies, si esconde los ojos o juega con las manos, ignorar que amenaza lluvia y ha olvidado el paraguas, si hace calor y la bufanda se enrosca en su cuello robándole el oxígeno que precisan sus pulmones, si acaso sus palabras causarán mas estruendo que sus pasos en el silencio de la calle. Ella quisiera ser así, comprarse un vestido encarnado, escarlata encendido, que le animara el semblante. Quisiera calzarse otra vez aquellos tacones de vértigo que tanto le encantaban, que tan bien le sentaban porque en ellos volaba sin limitaciones. Quisiera salir a la calle sin comprobar primero que nada falte en su bolso, olvidar la cartera, un bolígrafo, el perfume o las llaves. Pero ya alcanza a ver nubarrones… Salvada por la campana que repica incontables miedos y temores, se olvidará por hoy de batallas y tacones.


sábado, 18 de abril de 2009

La ratita presumida

No es uno solo el hilo que la sostiene mientras inicia su paseo por la vida, sino muchos, infinitos. Tantos, que le infunden esa confianza que le permite lanzarse de cabeza al vacío, inconscientemente segura de hallar la red tejida por el mismo Hombre Araña. Es precisamente el de Spiderman el traje que Inés querría enfundarse esta tarde en lugar del de Ratita Presumida que le propone su madre. Y ocurre que lo que Spiderman ansía es cubrirse con la capa ondulante de Batman, aunque no sea negra sino rojo carmesí y forme parte, además, del traje de uno de aquellos mosqueteros de antes que luchaban a capa y espada.

Ambos, ella y él en sus personajes, se irán pronto a dormir, vencidos por un sueño cuyas imágenes se me escapan; mi mirada ha perdido la gracia que sólo corresponde a la infancia. Y por la mañana, nada más despertar, Inés pronunciará interrogante una sola palabra, mágica, antídoto a la ansiedad y a todo miedo ignorado, palabra en la que concentra amor y admiración incondicional, nombre que así pronunciado le abre cada día las puertas de la vida: ¿Mario?

Mario, el mosquetero, Spiderman o Batman. El hermano mayor que procurará que ella camine segura por la vida, sea cual sea el camino que elija. Mientras tanto, mientras niños, ella llena la casa de risas y gorgojos humanos que parecen imposibles. Desborda alegría. Cuando él la mira, a veces parece no haberse sobrepuesto a los cambios que ella trajo a su vida. Pero si canta, la sigue, y si llora, la mima.

Porque ella es para siempre su Ratita Presumida.

domingo, 12 de abril de 2009

Un folleto en el buzón

Desde que Braulio hizo sustituir la vieja puerta de madera por otra más moderna y de mejor calidad, el buzón del correo que cumplía su cometido en el interior del portal pende ahora en el exterior de la negra puerta de hierro forjado por la que se accede al garaje y a un pequeño huerto posterior. Ha eliminado el jardín, borrado las dalias, los rosales que les trajeran desde Barcelona, las dos camelias de flores rosas y dobles, las peonías delicadas y fugaces que ella jamás cortaba, y lo ha sustituirlo todo por un prado de hiriente cemento gris… El jardín se hacía selvático, cierto que nadie se ocupaba de él, pero era hermano gemelo de la casa… piensa mientras asciende por la empinada calle. Atisba el buzón, y en lugar de ver en él el objeto inanimado que es, ve su amenaza, la burla, la evidencia de que invariablemente permanece vacío porque nadie le escribe. Porque nadie se acuerda de ella. De vez en cuando reciben una revista a la que no están suscritos y otras, como ahora le parece adivinar, un montón de folletos publicitarios que acabarán en la basura sin leer ni ojear siquiera. Pero lo que asoma por la boca abierta del buzón es un único sobre que se despliega en sus manos no más tocarlo. Nada en su correo es secreto, piensa. ¿No puede tener siquiera esa ilusión, la incógnita del quién le escribe, del qué querrán decirle? Dentro del sobre un pedazo de papel, impersonal aunque lleve su nombre como destinatario.

Es una invitación para tres días después, a las cinco de la tarde, en el hotel Puertas al Cielo; se realizará la presentación de un tan novedoso como maravilloso producto que lo ayudará a uno a sentirse feliz todo el día —Como a las mismas puertas del cielo, reflexiona Ilda con ironía—; y, atención, no sólo no es obligatorio comprar nada sino que sólo por asistir será obsequiada con una magnífica batería de cocina de doce piezas —una olla, cuatro cacerolas, una sartén y sus respectivas tapaderas—; fondo difusor y acero inexorable, sonríe Ilda para sí misma, sintiéndose dueña de un extraño buen humor. Si su cónyuge la acompaña, sigue leyendo, les obsequiarán con una manta polar “sueños felices”, estampado atigrado de excelente calidad, manta con la que podrá dar definitivo adiós al frío. Sonríe anticipando la respuesta de Braulio cuando le proponga asistir al acto en el selecto hotel de la vecindad y continua sonriendo todavía más tarde, una vez Braulio ha dicho que sí, ¿por qué no? Pero cuando él añade innecesariamente: “Lo cierto es que te está haciendo falta cambiar algunas tarteras”, Ilda siente cómo su mente se vacía para descongestionar la creciente presión de la sangre en el corazón y la sonrisa en su rostro es un rictus de dolorosa amargura.

* * * * *


Aunque se trata de un acto informal, se prepara a conciencia como si precisara causar buena impresión y no levantar sospechas cuando, si finalmente no compran nada, nadie piense que hacerlo está fuera de sus posibilidades. La pobreza en su vida, la que ella conoce y siente, no es económica, sólo interior. Se perfuma, se mira fugazmente en el espejo y consigue aprobar su aspecto.

Llegan puntualmente a Puertas al Cielo y Braulio le sugiere que de una vuelta, ya se encontrarán una vez comience el acto. Ella obedece, pero esquiva a la gente, no sabe cómo mezclarse, no recuerda qué palabras usar para iniciar una conversación a medias interesante; sin pretenderlo, le pasa por la cabeza la idea de que su capacidad para una charla amena y ágil debió de haberla perdido junto a aquella otra vida que le fue robada... Regresa de inmediato a esta otra que ahora vive, y al ser requerida facilita su nombre y presenta la invitación que le garantiza el obsequio prometido; luego busca a su marido con la mirada para indicarle que se acerque, porque también les corresponde la manta esa que aleja las pesadillas, bromea sintiéndose tonta, fuera de lugar y perdida.

Más allá, Braulio conversa animadamente con una mujer de cabello rubio y corto que, al sonreír, hace un leve gesto con la cabeza que la hace irradiar una extraña belleza que Ilda consigue precisar e incluso nombrar correctamente: juventud. Divino tesoro. Pero, más que la juventud, lo que llama la atención de Ilda es apreciar la extrema coquetería en sus gestos, respuesta a los más provocadores de Braulio. ¡El muy sinvergüenza está ligando!, estalla en su mente la idea o quizá se mueven sus labios para que su pensamiento se proyecte al exterior, libre, violentamente. Ve cómo su marido se ajusta el nudo de la corbata, cómo se pasa la mano por el pelo y sonríe a aquella mujer extraña, tan joven. Y su sonrisa… sus labios se curvan como Ilda ya no recuerda. Ha pasado tanto tiempo que hasta ha olvidado el poder de aquel gesto, su atracción, el dominio, la entrega y la perdición. No puede escuchar qué se dicen, pero lo sabe. La revelación peor es la comprensión, el darse cuenta de que no son extraños, que entre ellos existe una complicidad que no ha nacido hoy.

* * * * *


—Alguien nos ha destrozado el buzón —comenta Braulio mientras ella sirve el desayuno sin saltarse ni un paso del ritual del domingo.
—¡Ilda…! —llama él, acaso percibiendo algo que debiera ignorar como imperceptible—. Un gamberro, quizás un borracho…
—Ildita —repone ella, interrumpiéndolo—. Il-di-ta. Decías que te gustaba mi nombre porque te hacía pensar en Rita Hayword y su personaje de Gilda… ¿recuerdas?
Braulio la mira desconcertado, de súbito temeroso. Asiente.
—Lo único que tengo en común con tu Gilda es una bofetada, la que me diste ayer en Puertas al Cielo para que todos pudieran verlo.
—No es lo que piensas… —se excusa Braulio, aunque su voz suena insegura.
—La culpa quizá también ha sido mía —dice Ilda—, porque permití que me cambiaras el nombre y me convirtieras en quien no soy.
Mira a Braulio un instante, le sirve café y dice:
—Quiero que te vayas. Quiero cerrar esta puerta. Quiero recuperar a la Matilde que fui.


viernes, 10 de abril de 2009

El príncipe infeliz

Aquella tarde de invierno el príncipe se quedó mirando cómo los niños jugaban con sus toscas espadas y caballos de madera al otro lado de los muros del castillo y por primera vez observó en sus gestos y sus sonrisas algo nuevo y extraño a lo que de alguna forma supo dar nombre: felicidad.
El príncipe se volvió a su aya y preguntó por qué aquellos niños no compartían sus juegos, las espadas y escudos bruñidos como las armas del rey.
—No les está permitido subir —adujo el aya.
—¡Con lo sencillo que es bajar! —exclamó el príncipe con inconsciente sabiduría.
El aya interrumpió la creciente ansiedad del príncipe poniendo un dedo sobre los infantiles labios. Negó con la cabeza y dijo sin ocultar su orgullo:
—Algún día serás un gran rey como lo fue tu padre, y todos te temerán y respetarán.
—¡Preferiría ser el hijo de un herrero…! —murmuró el príncipe mientras se apartaba del ventanal que se abría a la certeza de un sueño irrealizable—. No me gusta tener miedo.

Y pues ocurrió que tras aquella tarde el príncipe rechazó sus relucientes espadas y los bruñidos escudos, se negó a cabalgar en los bravos corceles de noble estampa, a probar los manjares entre los que podía elegir a voluntad, se negó a estudiar y a recibir a su anciano preceptor e incluso, finalmente, llegó a no pronunciar palabra, en la jornada previa a aquella en que habría de ser proclamado rey se consintió que los niños que vivían habitualmente en el castillo acudieran a los aposentos reales. Pero les habían hecho tantas advertencias sobre cómo deberían comportarse, que al instante de encontrarse se examinaron con mutua curiosidad teñida de desconfianza y cuando el príncipe les ofreció sus juguetes los niños temieron estropearlos y, en lugar de jugar con ellos, se limitaron a admirarlos sin especial entusiasmo.
El príncipe no tardó en comprender que los niños no se divertían en su compañía; no les impresionaban sus espadas y escudos, ni el marfileño juego de ajedrez traído de Oriente o la belleza de las sedas, damascos y brocados con las que fingían cubrir la tosquedad de sus ropas de fiesta, cosidas y remendadas hasta el infinito.
Comprendió también que le inspiraban acaso más miedo que él, en cuanto futuro rey, a ellos. Y porque no era más que un niño asustado y no comprendía las implicaciones de su deseo, el príncipe se encaró con el hijo del herrero para decirle:
—A partir de mañana sé tú el rey.

lunes, 6 de abril de 2009

La flor del cardo

“El cardo (…) simboliza la línea de defensa
más externa del corazón”.
- Emilio Salas -



—¡Ya les llegará la hora! —exclama uno con rabia encendida.

—¡Que sufran y padezcan tanto como han hecho sufrir! —añade otro igualmente enardecido.

Se vuelven ambos a un tercero, que les acompaña en silencio.

—Estás muy callado. ¿No dices nada?

—Pienso que será preferible olvidar lo pasado —les responde—. Quiero vivir.

Porque vive uno con la mirada atada a los hechos del pasado; otro aguarda le haga justicia el porvenir. Pero le sonría o no la fortuna al tercero, a veces llore, a veces ría, entremedias quizás hasta es feliz.


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