lunes, 23 de febrero de 2009

Balthasar

1


—Maestro… —murmuró Balthasar.
El anciano volvió hacia el joven sus ojos azules, y aunque se posaron exactamente a la altura de los suyos, Balthasar sabía que ya no alcanzaba a verlo.
—Maestro… ¡Debe de ser tan hermoso todo cuanto existe al otro lado de las puertas de la Ciudadela! —se atrevió a decir finalmente.
—No puedo describir lo que yo mismo no he visto —respondió el anciano—. Y pese a mi empeño en mostrarte de algún modo todo aquello que he logrado conocer a través de miradas ajenas, comprendo ahora que no ha sido suficiente ni te ha satisfecho por cuanto se ha despertado en ti la necesidad de abandonarnos…
—No, Maestro. ¡Jamás se me ocurriría marchar! —repuso Baltasar lleno de inquietud, porque aunque los ojos del Maestro lo miraban desde su progresiva ceguera, veían; es decir, traspasaban con certera apreciación las barreras con que el discípulo pretendía escudar su alma impaciente, sus más profundos secretos.
—Si abandonas la Ciudadela no podrás regresar —le recordó el Maestro—. La puerta se cerrará a tu espalda con esa única condición. Es una tradición milenaria nunca rota.
—¿Y “la Rosa”…? —osó preguntar Balthasar.
El Maestro disimuló un súbito escalofrío y el ligero temblor de su voz cuando dijo:
—Eres demasiado joven para manejarla. No te sería de utilidad, sino al contrario. He conocido hombres a los que “la Rosa” condujo por sendas en las que no pudieron sino perder la vida. Otros, los más, perdieron la razón…
Discípulo y Maestro guardaron silencio, Balthasar con pensativa expresión. Comprendió que no sólo se había delatado ante su Maestro, sino que le había confirmado la que no fuera hasta entonces más que una infundada sospecha, un temor sin motivo ni razón: el germen crecía en el corazón del muchacho y era sólo cuestión de tiempo el que tomara una decisión.


2


Ocurrió al cabo de nueve días, al atardecer, mientras los Maestros se hallaban absortos en sus respectivas ocupaciones. Una especie de extraño sosiego envolvía el patio, el parque y los floridos jardines cuando Balthasar se deslizó cual una sombra junto al seto pulcramente recortado; la espina de una rosa amarilla rasgó la fina piel de su frente y unas gotas escarlatas se deslizaron lentamente por su mejilla izquierda. Al intentar limpiar la sangre con el dorso de la mano el artilugio que ocultaba bajo las holgadas ropas de viaje estuvo a punto de caérsele. Permaneció un instante sin aliento; el más leve daño que sufriera “la Rosa”, incluso antes de haber abandonado la Ciudadela, invalidaría el viaje que pretendía emprender, y las voces que se elevaban en una enconada lucha interior, la fuerza que ora debilitaba su impulso ora afirmaba su determinación devendrían en un frustrado y baldío sueño infantil. Retomó nuevamente el camino y enseguida dejó atrás senderos y jardines que le eran conocidos para internarse en un intrincado laberinto de árboles y plantas tan viejos como la propia eternidad, árboles y plantas que conservaban en sí mismos la huella de su propia historia, los avatares de su pasado y lo incierto de su futuro, árboles y plantas de edad incalculable que parecían mirarle en recogido silencio, solemnes, sin señal alguna de complicidad. Las sombras no lo amparaban siquiera; lo observaban como meros testigos de su insensato arrebato, de la locura que guiaba sus actos y que de ninguna forma podría explicar ni justificar.

Balthasar reconoció a lo lejos la figura del hombre que había de guiarlo al exterior de la Ciudadela y se apresuró yendo a su encuentro; no tenía confianza en él, pero su confabulación les hermanaba al menos en cuanto al peligro que ambos corrían en caso de ser descubiertos.
—Tal vez debería haber utilizado la puerta principal —murmuró Balthasar—. De cualquier forma, nunca se me permitirá regresar.
—Sólo los guardianes de “la Rosa” utilizan esa puerta. Tú no eres más que un ladrón —dijo el hombre con inesperada crudeza—. Nada se pide a quien entra. Lo que te lleves contigo al marchar es tu responsabilidad.
Balthasar, incapaz de ofenderse, reconoció la incuestionable acusación y fue al fin plenamente consciente de que, aunque no hubiera de regresar ni entrar nunca jamás en ella, nadie en la Ciudadela olvidaría el nombre de quien les había privado de “la Rosa”.
—¿Por qué me ayudas entonces…? —preguntó al hombre cuyo rostro había mantenido oculto todo el tiempo.
—Mientras todos desean entrar, tú anhelas salir. Y estos muros no acogen a nadie que permanezca tras ellos contra su voluntad —respondió el hombre. Entonces señaló un hueco junto a un muro de piedra, tan pequeño que ni siquiera podría deslizarse por él un hombre, aunque sí un muchacho, un niño.
—Este es el lugar —anunció.
Acaso dudando en el último instante, Balthasar pidió al hombre que le aconsejara a dónde dirigirse una vez hubiera abandonado definitivamente la Ciudadela.
—Es tu viaje. Nadie puede andar tus pasos sino tú mismo.
Balthasar asintió imperceptiblemente y luego desapareció por el agujero sin mirar atrás ni despedirse. Si lo hubiera hecho, si hubiera prestado atención, tal vez habría podido reconocer en la brusquedad de aquel hombre a su anciano Maestro y tal vez habría podido retroceder al instante previo a aquel en que decidió convertirse en un fugitivo, pues no ignoraba que su futuro estaría marcado por la huida constante… Pero Balthasar no miró atrás, de modo que mientras él marchaba al encuentro de su destino, el apesadumbrado Maestro regresó a la Ciudadela, donde debía reunir al Consejo de Ancianos y anunciarles que los designios se habían cumplido; había permitido que el muchacho se llevara “la Rosa”.


3


—Maestro… —sollozó Balthasar, finalmente derrumbado en el piso de piedra, a las puertas de la Ciudadela en la que jamás volvería a entrar. “La Rosa”, el artilugio que unas veces lo había guiado en sus viajes y extraviado las más, yacía a sus pies, con su enigmático mensaje.
Al otro lado de la puerta sellada, el Maestro derramaba en silencio amargas lágrimas. No más lo informaron del regreso del muchacho quiso ir a su encuentro, dispuesto a abrazarlo y acogerlo… Aunque la puerta cerrada lo detuvo, sólo fue un instante.
—La luz del sol no me cegará, la de la luna no alcanza para hacerme sombra —advirtió a los miembros del Consejo.
Cuando atravesó el umbral y avanzó a tientas hasta tropezar con el cuerpo tendido de Balthasar apenas si quedaba en el muchacho un hálito de vida.
—Has vuelto para morir —dijo a Balthasar envolviéndolo en sus brazos con especial ternura, compartiendo un rostro las lágrimas del otro.
—Necesitaba devolver “La Rosa”… —respondió Balthasar—. No debí haberla robado, Maestro… Teníais razón al advertirme que no sabría cómo emplearla… He vagado inútilmente por los caminos de la tierra porque, de todo cuanto he visto, nada me ha conmovido, nada permanece en mis retinas… Cuando comprendí que es aquí el único lugar donde desearía detenerme para ver pasar el tiempo sin prisa, emprendí este último viaje.
El anciano acarició el cabello de Balthasar y buscó sus ojos para cubrirlos con sus manos; comprendió que el discípulo había perdido la vista mucho tiempo atrás.
—No es tu último viaje —repuso el anciano—. Ahora es cuando en verdad vas a ver esos maravillosos lugares de los que hablan los libros antiguos y aquellos que vivieron antes que nosotros… los lugares que poseen todas las edades de la eternidad y a la vez ninguna…
>>Conocerás la vieja cima de piedra que llaman Machu Picchu y sus terrazas escalonadas sobre el viento; el río Urubamba, cuna del valle sagrado de los Incas…
>>Visitarás la ciudad rosa del desierto jordano, la encrucijada, la Petra de los Nabateos, eje de un rico comercio de especias, y que fue paso obligado a las caravanas provenientes de Arabia…
>>En el Monte Rojo descubrirás el tibetano palacio de Potala y sus mil pabellones dedicados a la princesa imperial Wen Cheng.
>>En Siria descubrirás el más hermoso de los castillos, el Krak des Cavaliers, orgulloso vigilante del desfiladero entre Antakya y Beirut.
>>En Normandía, Balthasar, recorrerás los caminos del paraíso hasta llegar a la abadía de Saint Michel, cuyo paso cierran las aguas en la crecida dejándola aislada, solitaria, rodeada de arenales movedizos, fango y mar…
>>Y contemplarás todavía las nueve torres de Compostela, el sepulcro del Apóstol y el incensario… Entrarás por la puerta de la Quintana o, acaso, por la Santa. Y te allegarás al promontorio de Santa Tecla, desde donde se domina el río Miño…
Mientras la suave voz del anciano acunaba a Balthasar, “la Rosa” giraba al son de palabras desgranadas despacio, al ritmo de la memoria de algún tiempo, y mostraba a Balthasar cada uno de los lugares que el Maestro iba citando, irradiando su belleza desde cada una de las letras que formaban el enigmático mensaje que había de acompañar al discípulo en su postrer viaje:

Al este, la nieve.
Al oeste, la arena.
Al sur, la tierra y el océano.
Al norte, la luz, el cielo y las estrellas.


sábado, 14 de febrero de 2009

Día del desamor

No pudo evitar cierta brusquedad en el gesto de desasirse de su abrazo, como si el contacto de sus manos le hiciera daño.

—La vida hay que vivirla —le dijo.

Y supo al instante, sintió que su crueldad era innecesaria. Lo leyó en la expresión de su rostro, en la forma en que entrelazaba las manos, los dedos crispados, en cómo las palabras morían en sus labios y en la desesperación con que apretaba los párpados para detener el torrente de lágrimas.

Se alejó unos pasos, la mirada enturbiada por algo nuevo y extraño, mezcla de disgusto, rechazo y lástima.

—La vida hay que vivirla —volvió a decir muy despacio, como para convencerse de sus propias palabras.

—Pero no junto a mí —oyó que le respondía mientras la puerta de la calle se cerraba a su espalda.
***

domingo, 8 de febrero de 2009

30 de Febrero

Cada vez que ocurre me juro a mí misma que será la última vez. Mi mente discurre frenéticamente y algún día, uno cualquiera, hallará el remedio eficaz que me ayude a no quererte nunca más como te quiero, a no necesitarte con el ansia de respirar o no y sobrevivir o morir; hallará acaso un remedio que me permita deslizarme como algo más que una sombra por el día a día de la existencia imposible a la que tus actos me han conducido.

¿Oyes el viento…? Sopla en el tejado, sacude las vigas, acecha en las rendijas… me alcanzará aquí encogida sobre mí misma, que soy el centro, el final, el principio, la incógnita, pregunta y respuesta de un odio sin sentido, de un amor imposible. Mírala. Esa cama vacía, lejana y fría, ajena y desconocida, donde soñamos más despiertos que dormidos y donde hoy podría buscar refugio contra el miedo y la desdicha, resulta que no me admite; quizá no me reconoce, como hace el tiempo con ciertos recuerdos que difumina o desdibuja.

Y vago por los pasillos, y cuando de repente te necesito y grito tu nombre y te busco a tientas y no te encuentro porque ya no estás, porque te has ido, y me siento sola y perdida, y te grito, llamo tu nombre, respiro tu aliento extinguido, te odio y te amo como el primer día, y te busco y te extraño, te desprecio y te aguardo… te odio con energía renacida, te odio por no estar conmigo, por haberme dejado así a la deriva, ignorando cuál de todos los posibles es acaso mi camino. De nada sirve prender la luz o extender el mapa de los destinos, no entiendo esos signos que señalan las calles de la vida, me siento como en un país extraño, sin moneda, sin lengua conocida, sin familia ni un amigo.

Te odio por amarme y por haberme mentido, por no decirme aquel día que la lucha estaba perdida. Me apartaste para alejarte, vete delante, ya te sigo. Una playa de aguas tranquilas fue tu único testigo. Te odio por no haberme pedido que me marchara contigo.

Y guardo recuerdos vaciando armarios y cajones como aquel que busca sus pasos desandando el camino. Rompo palabras, guardo silencios sin saber qué es más valioso, urgente o preciso… Cartas de amor junto a cartas de vinos, facturas, proyectos conjuntos y alguna reserva para imprevistos… Te odio por no dejarme respuestas ni alternativas. Dime, ¿qué hago con todo, con esta vida nuestra y ahora sólo mía, si no sé vivirla si no es contigo?

jueves, 5 de febrero de 2009

La Bella Durmiente

Meynell Rheam, 1899

Jennie Harbour

lunes, 2 de febrero de 2009

El tapiz

Un inexpresivo mayordomo les precedió por largos pasillos y silenciosos corredores, sobresalientes por la exquisita decoración. Cuando se detuvieron ante la puerta cerrada de una estancia, percibieron al otro lado la música tenue de un piano, los acordes de una pieza que Marinna no identificó. Se volvió a su acompañante y murmuró quedamente:

—Sin duda se halla absorto en una nueva composición. Mi padre tan sólo se sienta al piano cuando…

—Eso me es indiferente —respondió el hombre con impaciencia; la codiciosa expresión de su rostro se avenía mal con su juventud.

—Lo sé —asintió la muchacha—. Sólo deseáis el tapiz.

—¿Percibo cierta recriminación? —preguntó el joven—. Si estoy aquí es porque se nos ha requerido para su tasación y posterior venta…

—¡En venta, jamás! —exclamó Marinna con voz entrecortada—. Tan sólo es preciso que os lo llevéis… pues la vida de mi madre depende de ello.

El mayordomo carraspeó discretamente y Marinna le indicó con un gesto que abriera la puerta. Entraron entonces en una habitación débilmente iluminada; gruesos cortinajes cubrían los altos ventanales y sólo unas velas a medio consumir proyectaban luces y sombras sobre el tapiz.

—¿Veis su expresión? —preguntó Marinna a su acompañante al tiempo que señalaba a la hermosa mujer representada en la tela. Al cabo, añadió:— Su esposo la odia tanto como antes la amó.

—¡El fuego…, las llamas la consumen! —exclamó el joven—. ¡Qué tormento tan atroz! Mas, disculpadme por no ver la relación… ¿Cómo puede ocurrir…?

—Mi padre, reconocido compositor, siempre ha encontrado en la música el medio más idóneo para reflejar la mudanza de sus sentimientos… cuando éstos eran nobles —explicó la muchacha—. Lamentablemente, ha descubierto cómo dotar a cada nota con un don que soy incapaz de definir, una terrible facultad que escapa a todo entendimiento racional… Su ira, su pasión, los celos y su amor, su mismo cansancio y abandono las regulan…

Marinna se acercó al hombre que se sentaba al piano con gesto perdido, demente, absorto en una composición dotada de una fuerza diabólica que iba en aumento; hizo ademán de abrazarlo pero se detuvo cual si de alguna forma temiera importunarlo o interrumpirlo, cuando resultaba evidente que su presencia le era ajena. Al visitante le sorprendió el aspecto del músico, al que recordaba joven y orgulloso, dotado de un especial atractivo entre las mujeres. Aunque ahora veía en él un anciano frágil y desmañado, apreció, sin embargo, que la torpeza de sus movimientos al escribir en el pentagrama una delirante melodía de silencios pronunciados y notas discordantes, no le impedía deslizar los dedos sobre el teclado del piano con su habitual virtuosismo.

—Cuando sentimiento y música adquieren determinada intensidad, mi madre experimenta el mismo y terrible tormento que las llamas causan a la mujer reflejada en la imagen que su amante pintó… —murmuró Marinna.

Apoyó las manos sobre los hombros del hombre encorvado obsesivamente sobre el piano sin que aquel manifestara reacción alguna de incomodidad o reconocimiento.

—Llevaos el tapiz, pronto —rogó la joven sin ocultar ya la urgencia de su voz—. Es cuestión de vida o muerte. Os lo he dicho: mi padre odia a su esposa tanto como antes la amó.