viernes, 14 de agosto de 2009

Cada uno, lo suyo

El paso se estrechaba, serpenteaba conforme a la distribución de los puestos de venta ambulante en la empinada calle de la Iglesia. Se vieron al mismo tiempo, sus miradas se entrecruzaron por un instante, pero él se las apañó para desaparecer tras la mercancía de un tenderete que exhibía ropa para el hogar, fundas de sofá, juegos de cama, mantelerías pintadas en alegres colores… Ella se sintió valiente, o quizá fue el tomar conciencia de aquel primer día de auténtico verano cuando ya les abandonaba agosto, o acaso, lo más seguro, fue el viejo cansancio que hizo mella en su ánimo tras tantos meses acumulando años en los que él se limitaba a engañarla y darle largas; el caso es que no dudó ni un segundo en abordarlo.
—Por favor —le dijo—, no sé ya cómo pedírtelo…
El la interrumpió señalando con un gesto de cabeza a la chica que le aguardaba con expresión aburrida unos pasos adelante.
—Está enferma, es mi obligación cuidar de ella —dijo con evidente intención de obtener su lástima.
Pero ella, que conocía todos los detalles de la enfermedad de la chica, que hasta se avergonzaba de cómo él la utilizaba una y otra vez como excusa con la que justificar su indeterminación, el incumplimiento de plazos, su incapacidad para formalizar un compromiso, ignoró esta vez sus razones y continuó hablando como si no hubiera escuchado la familiar excusa:
—… devuélveme los discos, los libros, la ropa, todo cuanto conservas de mi propiedad en tu casa. Entonces ya no tendrás que fingir no verme, no necesitarás mirar hacia otro lugar…
El se movió, dispuesto a continuar su paseo por el mercadillo de los jueves por la mañana en el pueblo. La chica les miraba en silencio, sin intervenir, sólo su gesto ceñudo evidenciaba cierta impaciencia por continuar con sus compras, por dar término a aquella interrupción, aquel incordio, aquel intercambio de palabras de las que no era testigo por primera vez.
—Entrégame mis cosas —insistió ella casi cogiéndole por el brazo, reteniéndole sin atreverse sin embargo a tocarlo—. Dime tan sólo cuándo puedo pasar a recogerlo todo e iré, o mandaré a alguien, si lo prefieres.
—Apenas paro en casa… entre el hospital, el trabajo…
—¿No comprendes que de este modo nada ha concluido? —preguntó ella bajando el tono de voz. La gente pasaba junto a ellos, les empujaban, obligándoles a moverse y deslizarse como siguiendo inconexos pasos de baile. Comprendió que en el siguiente movimiento, él se zafaría, se escaparía una vez más, quién sabe por cuánto tiempo, y murmuró casi con desesperación:— Cuando me entregues lo que me pertenece, ¿entiendes lo que te digo?, desaparecerás. Dejarás de existir para mí.
Un súbito empujón y él quedó en libertad para alejarse; la chica vino a rodearle con sus brazos, como para establecer su propiedad sobre él, y padre e hija comenzaron a alejarse calle arriba. Ella todavía le gritó que le señalara un día, una hora, que iría, pero las palabras se perdieron sin sentido entre el alboroto del mercadillo, cual baratijas. El se volvió a mirarla por encima del hombro.
—Cualquier día, cuando quieras —dijo, y sonrió entonces, sabiendo que de nuevo mentía.
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2 comentarios:

Carmen Neke dijo...

Duele perderlo todo de golpe, pero a veces no hay más remedio que proceder a la amputación radical: de posesiones y de sentimientos, ser libre de todo, para que no quede ni una sola atadura con la que ser humillado.

Wara dijo...

Sí que es cierto, pero a veces son otros quienes de alguna forma te atan, quizá no a través de libros u otros objetos, sino a través de los sentimientos que esos objetos representan. Hay que ser especialmente fuerte para romper radicalmente.

Un abrazo, Neke.