lunes, 28 de septiembre de 2009

El reloj siguió cortando el tiempo

El reloj
siguió cortando el tiempo
con su pequeña sierra.



“Oda a un reloj en la noche”, Pablo Neruda



Se consideraba a sí mismo eje del mundo y nadie se atrevió a contradecirle jamás; nadie osó explicarle que las manecillas del reloj seguirían girando aun cuando él ya no pudiera contemplar ni escuchar su inapelable avance. Por eso, cuando surgió el problema, tan leve realmente, de tan fácil solución, él se asustó sin embargo, y lo único que se le ocurrió fue la peregrina idea de matar el tiempo para detener lo inexorable de su cumplimiento. Para ello no dudó en sacrificarse pegándose un tiro entre ceja y ceja, tan certero que acabó con su vida, mas no lo bastante para detener el curso del tiempo. El fogonazo de luz inútilmente devenido en tinieblas no fue pago suficiente a su soberbia de dios, de soberano, de anónimo dirigente.


viernes, 25 de septiembre de 2009

Cielo azul sobre unos lirios que se marchitan en el cementerio

—Has comprado lirios.
—¿Y qué?
—Pues que no durarán mucho en este tiempo, además, ya están muy abiertos.

—Fíjate, aquí da el sol todo el día.
—¿Y qué?
—Que las flores se mustian más rápidamente.

—Echa más agua, ¡por encima no! Así, así… ¡No, basta, no, los ahogas!
—¿Y qué?
—Se riega por arriba, cuidando de no…

pero no comprendes que no me importa que se mustien pudran mueran que mi niño sí se ha muerto reposa ahí encerrado él que fuera tan inquieto está ahora retenido quieto inmóvil muerto bajo un cielo azul inmenso que nos mira indiferente no es de dios alguno el reino no existen príncipes azules mi niño rubio sí ha muerto mi niño lindo mi rey mi cielo oh deja las malditas flores quietas que vivan o mueran cuando sea su tiempo

600 días - I.M.

Hokusai Katsushika - "Lirios"

lunes, 21 de septiembre de 2009

White Lily

Aquella tarde tampoco se hablaron. La discusión los había agotado más que en otras ocasiones y la creciente incomprensión les alejaba. Ella se sumió con dificultad en la lectura de un libro, injusto receptor de sus frustraciones. El, por su parte, se entregó a ensoñaciones de tiempos pasados, nunca olvidados.

Aquella noche él soñó con la niña-mujer de belleza perenne que fue suya una única vez, el ideal de una dicha quizá prohibida con el tiempo revertida en síntesis de todo lo inalcanzable y eterno, y por primera murmuró el nombre para el que sus labios se habían sellado en una secreta promesa de mutua pertenencia:
—¡White Lily! —y lo repitió por dos o tres veces:— ¡White Lily! White Lily…
Y, reconociendo el nombre y la voz que por ella llamaba, la mujer de inquieto dormir que yacía a su lado sonrió, y respondió sin llegar a despertarse:
—Tantos años he esperado que pensé me habrías olvidado. Oh, ven, ven pronto a buscarme.

Aquella mañana, durante el desayuno lograron ambos representar un compromiso de reconciliación que les pareció satisfactorio. Pero al salir de casa más tarde, él sabía que se iba para no volver jamás. Ella, sin pretender persuadirlo siquiera, lo dejó marchar.


White lily / Lirio blanco

viernes, 18 de septiembre de 2009

Claudia

Asentí. Pero esta vez advertí que mi expresión delataba más hastío que curiosidad, de modo que me esforcé por participar del entusiasmo de Carles. Sin éxito, me dije, cuando me miró fijamente, muchísimo tiempo y en silencio antes de preguntar:
—Pero, ¿sabes de qué te estoy hablando?
Aunque sus ojos urgían de nuevo una respuesta afirmativa por mi parte, el caso es que yo le había mentido, había dicho que sí, que conocía la película, que la había visto repetidas veces y me encantaba. Sin embargo, no tenía ni idea del argumento, de los detalles técnicos ni artísticos, esas cosas que según creo gustan de discutir entre cinéfilos. Me armé de valor e iba a confesarle no sólo mi ignorancia sino la total indiferencia que sentía por el cine en general cuando, haciendo a un lado el filete mignon con guarnición de setas que irremediablemente se enfriaba en su plato, Carles exclamó:
—¡Está bellísima! —me cogió del brazo a través de la mesa y bajó el tono de voz, que se volvió confidencial, casi confesional, tras pronunciar un “¡Claudia!” que me sonó a lamento—. En esa escena… cuando Jill llega a Flagstone desde Nueva Orleans y en la estación no hay nadie esperándola… el tiempo pasa y nadie llega, oh, sí, nosotros sabemos el por qué, pero ella lo ignora. Y luego, finalmente, despacio, muy suave, cual si quisiera evitársele el dolor, como un telón que se hace a un lado, la revelación… los vecinos reunidos en Swetwater, en su casa, no se disponen a celebrar la boda a la que fueron invitados sino los funerales por los miembros de la familia McBain, inexplicablemente exterminada… el Patrick adolescente, la dulce y preciosa Maureen y el pequeño Timmy… los tres chicos y el padre, expuestos sobre las mesas que ellos mismos abarrotaran con alimentos festivos…
En este punto, Carles se estremeció levemente y derramó un poco de vino sobre el mantel, un tinto de crianza que no tuve ocasión de alabar —yo hubiera agradecido cambiar de tema—, porque veo cómo toma aliento y sin que pueda remediarlo comienza a contarme la película desde el principio y ya no se detiene hasta llegar apenas sin aliento a la escena final, The End, como cerca de tres horas que dice que dura esta película de Sergio Leone… Fíjate que tríada, exclama admirativamente en algún momento de la noche: ¡Sergio Leone, Dario Argento y Bernardo Bertolucci trabajando juntos en el guión! Por supuesto, era mil novecientos sesenta y ocho… quizás unos años más tarde sería impensable, apunta, y durante unos minutos parece quedarse pensando en esa posibilidad.
Para cuando terminamos de cenar, postre y café para mí, no sé en base a qué motivos había decidido Carles que la nuestra había sido una buena primera cita y se ofreció a acompañarme a casa. Rehusé, qué diablos, era una cita a ciegas y no se había ganado toda mi confianza, no quería que conociese ya mi domicilio; para ser sinceros, lo que no quería era confesarle que me había convencido, que si acaso parecía que huía no era sino por mi intención de pasar por el videoclub del barrio para alquilar su querida película, “Hasta que llegó su hora”. Había despertado mi curiosidad, es cierto. Tanto, que quería ver a Claudia con mis propios ojos. Quería ver al malvado Henry Fonda de rostro reseco y su cuadrilla de bandoleros, uniformados con guardapolvos huracaneados por el viento, conformando las alas de unos pájaros de mal agüero… quería acercarme a Sweetwater de la mano de Leone, escuchar la dolorida harmónica, los temas musicales todos, descubrir esa bellísima banda sonora compuesta por Morricone.
—¿Tú sabes quién es Carlo Simi? —le pregunté a Carles hace un rato y él me respondió con una pícara mirada, sin palabras.
—No puedo ni querría olvidar el vestido negro que llevabas el día que nos conocimos… —me dice al cabo de un instante; siento que se ha detenido como para rememorar y degustar el pasado—. Recuerdo que nada más verte entrar en el restaurante donde nos habíamos citado pensé en Claudia Cardinale y el vestido negro que ella llevaba cuando conoció a McBain en Nueva Orleans. ¡Aquella noche no hice sino hablarte de la película de Leone, Henry Fonda, Bronson, Robards…!
De súbito rompe a reír como un adolescente azorado.
—¿Te refieres a Simi, el diseñador de aquel vestuario?
Y yo pensando todos estos años que no se había fijado, creyendo que con tanto hablar de cine aquella noche, ni me había mirado. De modo que ahora soy yo quien sonríe y calla.
—¿Nos vamos ya? —pregunta con falsa impaciencia y me advierte:— ¡Mira que han extendido la alfombra roja!
La alfombra roja, un mundo de sueños, la realidad… el cine donde Carles ha triunfado, nos aguarda.

The End

Claudia Cardinale
"Hasta que llegó su hora", Sergio Leone, 1968

lunes, 14 de septiembre de 2009

Espacios abiertos

—¿Tiemblas? —preguntó al percibir en ella un levísimo estremecimiento.
Estaban solos los dos en la galería, espaciosa y de altos techos evanescentes a la mirada, el albo sofá próximo a las ventanas con vistas al Jardín Botánico, abiertas al sol de media tarde de un septiembre en cuyas cenizas se había demorado el verano. Él se apresuró a manipular un control remoto que graduaba a voluntad la luz y el aire, y culpable por haberse apartado ese sólo instante, cual si la hubiera abandonado a su suerte, desatendiéndola y acaso olvidado, regresó a su lado para preguntar nuevamente y con ansia.
—¿Tiemblas? Pero, ¿por qué?
Ella no logró responderle, aterrorizada como estaba por lo ceñido de su abrazo.


viernes, 11 de septiembre de 2009

Llora

—Claro, hoy soy yo, que no hago daño, que intento tan sólo ganarme unas monedas en cualquier calle… —el hombre que así hablaba era alto, joven y fuerte. Si uno se detuviera a examinarlo, si alguien se atreviera a mirarlo, hasta descubriría en su desaliño que era ciertamente guapo.
Sin amilanarse ante la presión de la gente que lo increpaba para que abandonara su calle, mejor aún, su barrio, repitió con voz carente de todo acento:
—Hoy soy yo, que no tengo más sustento que este instrumento que pretendéis enmudecer, como si no fuera de naturaleza propia afónica, casi agónica desde que nació… —miró con extraña ternura la vieja y estropeada gaita que reposaba a su lado, sobre el banco de piedra, y dijo:— Pero mañana puede ser usted… o usted…
Y aunque no señalaba a nadie en concreto, algunas personas retrocedieron ante su gesto, ante el tono de sus palabras, seguro y firme.
—Porque, claro, ninguno queremos ser perturbados en el que consideramos nuestro particular remanso de paz, ¿no es verdad? Pues me incomoda tu música, vete con ella a otra parte. Pero ignoramos, o no queremos comprender, que todos somos susceptibles de perturbar a alguien. Por la razón que sea, si no hoy, acaso mañana… quizá por tener la piel negra o haber nacido blanco, o quizá por una razón tan absurda como la de caminar encorvado, usar bastón o ser prematuramente calvo…
El hombre sonrió tristemente; acechaba la llegada de la policía anunciada por los vecinos. Sin miedo de la amenaza, sin embargo, se demoró en recoger unas pocas monedas revueltas en el envés de un raído sombrero de pana, las ganancias de la mañana. Se acomodó la gaita cual si fuera a hacerla sonar, y de pronto dejó caer unas notas que se desvanecieron en seguida en el aire, como lágrimas apenas derramadas.
Miró a su alrededor sin fijar tampoco esta vez la vista en nadie, no se avergonzaba, tan sólo eludía llevar en su recuerdo rostros que pudiera identificar más adelante, reconocerlos algún día en otras calles.
—¡Soy un pésimo gaiteiro! —exclamó—, pero lo soy de corazón.
Se alejó entonces calle adelante, erguido, sin permitir que su orgulloso porte revelara tristeza o desaliento, cansancio o derrota. Murmuraba palabras en apariencia inconexas, la estrofa primera de unos versos de Ruíz Aguilera que una niña reconoció al cruzarse con el músico en la calle a su regreso del colegio, versos que habría de recordar siempre, por perseguir el conocimiento de la respuesta al dilema:

Cuando la gaita gallega
el pobre gaitero toca,
no sé lo que me sucede
que el llanto a mis ojos brota.
Ver me figuro a Galicia
bella, pensativa y sola,
como amada sin su amado,
como reina sin corona.
Y aunque alegre danza entone
y dance la turba loca,
la voz del grave instrumento
suéname tan melancólica;
a mi alma revela tantas
desdichas, penas tan hondas,
que no sé deciros
si canta o si llora.


lunes, 7 de septiembre de 2009

Diecisiete

Voces, miradas,
visten la realidad.
¡Loca pasión!
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jueves, 3 de septiembre de 2009

Balada de Catalina y Abelardo

Porque todo hombre mata lo que ama,
pero no todo hombre muere.
- Oscar Wilde –
“Balada de la cárcel de Reading”


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Abonó en Recepción una cuenta que invariablemente consideraban elevada, como si les hubieran cargado servicios no solicitados, alegaría ella, suspicaz. Y él guardaría silencio, otorgando, asintiendo con los sentimientos divididos como sus lealtades. Viajaban porque podían permitírselo, incluso deberían regalarse mayores comodidades, no privarse de nada en realidad, se dijo como queriendo convencerse a sí mismo, y de pronto se dio cuenta de que no era él quien así hablaba, sino la apacible voz de su hermano mayor cuestionándose siempre aunque sin rabia la razón de su mala suerte, el viejo Javier, hasta el final incapaz de comprender qué mal habrían hecho en su vida para que dos hombres con una fortuna tan inmensa como la que ambos poseían carecieran de herederos, de un descendiente que recibiera su legado. Sin haberse siquiera casado, Javier gustaba de atormentarlo preguntándole si habría de ser la Iglesia contra la que habían luchado la beneficiaria de la antigua fortuna familiar… Tienes que hacer algo, le decía Javier una y otra vez. Incluso siguió leyendo esa sentencia en su mirada cuando un día se enfadaron sin un motivo de verdad importante y dejaron para siempre de cruzarse la palabra, encontrándose en la calle cual dos extraños… No obstante, al fallecer Javier, descubrió Abelardo que su hermano todo lo había dejado en sus manos para que hiciera algo…

Trasponían las puertas giratorias del Hotel, el taxi les aguardaba junto a la acera, cuando les dieron el alto. Catalina atendió solícita a los dos hombres, no así Abelardo, cuya evidente inquietud le hacía parecer culpable. Les explicaron que se había formulado una denuncia por un robo de joyas en su planta y que la policía querría interrogarles.
—¿Registrarnos? —inquirió Abelardo—. ¡Pero si somos unos ancianos!
Los dos hombres se identificaron como empleados del hotel y les condujeron a una sala adyacente que, utilizada para depósito de valijas, a esas horas aparecía extrañamente desnuda. Colocaron las maletas sobre una larga mesa y les pidieron su autorización para abrirlas y examinar su contenido, un modo de adelantar los trámites para cuando llegara la policía. Catalina se anticipó a la respuesta de Abelardo consintiendo con inocente sonrisa dibujada en los labios, expresión que no mudó ni cuando quedaron al descubierto sus intimidades, sus secretos inconfesables.
—No pasa nada, Abelardo —dijo Catalina—; hacen su trabajo.

El sábado por la mañana, Abelardo se despertó en su cama, a la hora de siempre. Catalina dormía todavía, a su lado. La policía no había encontrado joya alguna porque precisamente acababa él de depositarlas en un buzón del Hotel, dentro de un sobre anónimo dirigido al dueño de las valiosas piezas sustraídas por Catalina. Se sonrojó nuevamente al recordar la vergüenza, la humillación del registro, las explicaciones, las excusas… las recomendaciones de aquellos dos extraños, la advertencia formal cuando en el interior de las maletas del matrimonio descubrieron no las joyas que buscaban, pero sí varias toallas, objetos de baño, algún cuchillo e incluso alguna cuchara… Abelardo explicó torpemente que Catalina no podía evitar robar esas cosas sin demasiado valor ni importancia, y que evitar que Catalina robara no estaba en sus manos, demasiado viejas y cansadas.

Una tarde a mitad de semana, cuando Catalina regresó a casa, Abelardo la dejó preparar el café y los bollos que ambos merendaban, en poca cantidad, una marca no de las más caras.
—¿Dónde has estado? —preguntó luego sin curiosidad.
—En el cementerio —respondió Catalina y robó con gesto goloso el bollo que Abelardo dejaba al efecto en su plato—. Las flores se estropean pronto con este calor…
Abelardo se revolvió inquieto. Nadie iba a decirle nunca nada, ningún vecino llegaría a quejarse de que Catalina robaba los delicados lirios, las bellas rosas, cualquiera de las flores que adornaban las tumbas en el cementerio para formar el ramo que ella colocaría en la sepultura de sus padres. Igual que sustraía la fruta en el mercado… sin medida, sin realmente precisarlo. Era horroroso saberlo; consentirlo o encubrirlo, imperdonable. Tendría que hacer algo.

El domingo por la mañana, Abelardo se despertó a la hora acostumbrada. Catalina dormía todavía, a su lado. El la miró largamente, la besó en la frente, en los labios arrugados… comenzó a canturrear una melodía, unos versos que a ella siempre le habían agradado, acunándola. Todo hombre mata lo que ama, quiso creer, convencerse de que obraba correctamente. Y entonces la abrazó, fuerte muy fuerte, estrechándola entre sus brazos. No resultó fácil, al dejarla con delicadeza reposando de nuevo en la almohada, Catalina sonreía, pero Abelardo lloraba.