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miércoles, 28 de abril de 2010

Eta Carinae

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... Había llegado el final, el trabajo había sido realizado con éxito, todo estaba recogido, el material técnico, el equipaje en las maletas, en sus cajas; todo había rematado, pero el corazón se le rebelaba. Henrietta deseaba continuar allí, en las islas solitarias e inhóspitas, no marcharse jamás. Mucho habían insistido para convencerla de esta locura, la renuncia al futuro exitoso que le auguraban en cualquier lugar del mundo que ella misma señalara. Sin embargo, para desesperación de sus colegas y amigos, el corazón de Henrietta señalaba las islas.

... Aguardó hasta que el pequeño avión se hubo alejado, desvanecido el eco del motor tras el profundo acantilado, y volvió sobre sus pasos queriendo no pensar en qué habría de decirle cuando se vieran; sin darse cuenta avanzaba con avidez a lo largo del ascendente sendero, como impulsada por el viento.

... —¡Vamos a ver… pues no me aclaro! ¿Cuál era el nombre… —preguntó nada más entrar en la habitación donde habían instalado un modernísimo y potente telescopio—, el de la estrella más lejana, la más brillante, la más antigua…?

... Y cuando vio la determinación con que Etta tomaba asiento a su lado y observaba el cielo inabarcable, cuando vio que fijaba la vista en el mismo punto donde detuvo su propia mirada en el instante en que escuchó el motor del avión alejándose, seguro de haberla perdido, Isaac señaló una de las impresionantes fotografías que cubrían gran parte de las paredes del centro de observación.

... —Eta Carinae emite casi cinco millones de soles… es una estrella de variable luminosidad; en ocasiones hasta desaparece… —logró decir sin que la voz le traicionase—. Pero a mediados del siglo XIX llegó a ser la estrella más brillante después de Sirius…

... —La estrella perrro —intervino Etta, desmintiendo así su fingida desmemoria e ignorancia.

... —Efectivamente —Isaac asintió, sonriente—. Sirius, también llamada “estrella perro” es la más brillante vista desde la tierra…

... La noche cubrió finalmente las islas, y cuando le hizo un gesto casi imperceptible, Etta aproximó a la de él su cabeza, y juntos se asomaron a la indescriptible belleza de las imágenes celestes que Isaac jamás se cansaría de mostrarle.

"Eta Carinae"

jueves, 8 de abril de 2010

El fracasado

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... Esta vez se proponía ignorar la evidencia de ser un fracasado, de estar ahí, cada día un poco más viejo y cansado… Y es que hacía tanto tiempo que no tenía un triunfo tan fácil y seguro entre las manos que aunque al anciano le regodeaba especialmente la indecisión de este muchacho, a quien la inesperada oferta había dividido interiormente, al fin hubo de apremiarle; de lo contrario perdería la ocasión de completar el número de almas a las que cada día debía atormentar, almas que perdiéndose al rendirse a su juego restarían años al anciano en vez de sumárselos, almas a la deriva que le suponían un progresivo retorno a una juventud lejana.

... —¡Una muerte por una vida, este es el trato! —exclamó con énfasis—. ¿Estás dispuesto? ¿Te sientes capaz de obsequiar a alguien con el don de la vida? Jajaja, claro que sí; lo que no te resulta tan sencillo es decidir a quién castigar arrebatándosela, ¿verdad?

... E iba el muchacho a responder… El triunfo estaba garantizado cuando el anciano se planteó de pronto el verdadero interés de su cometido. ¿Recuperar la juventud para qué, se dijo, cuando soy ya tan viejo y me siento exhausto? Vio claramente en los ojos del muchacho hacía dónde se inclinaba la balanza, pero vio también que no podría vivir con el peso de esta elección… y entonces, el anciano sonrió y se desvaneció en la nada, pensando en el mucho valor de arrastrar la fama de fracasado que se había ganado a lo largo de los años.
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lunes, 15 de marzo de 2010

La extraña delicia de acordarse

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... Aunque le han aconsejado que no se involucre, la muchacha de cabello rubio recogido en forma de coleta saluda a doña Malena con un poco profesional hasta mañana. Se ha quitado la bata y puesto un raído abrigo verde; se aleja por el pasillo, se pierde, se desvanece, pero sus palabras conservan la promesa: Hasta mañana.
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... Tras la ventana cae la nieve. Blancas son las sábanas de laberíntico encaje que recorre con mirada apagada porque los dedos, torpes, no alcanzan a encontrar el inicio del viaje… Doña Malena delibera y juega con los hilos enlazados, propone tratos, ofrece acuerdos… amenaza o se repliega luego rogando una tregua. A veces, adivina, intuye y conforma, o mismo todo lo vence el sueño.
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... Otras veces mira atrás y le ve aquella tarde de diciembre, apoyado a contraluz en el quicio de la puerta de su escuela; la mente se reserva las palabras, las sonrisas, los guiños y confidencias; no le niega la magia y el hechizo, es generosa prestándose al recuerdo de aquellas horas que, con apariencia de infinito, se concentran en dos o acaso tres. Se despedía tan sin querer marchar, ni apartarse ni dejarle, que prefirió olvidar sus propias clases, las necesidades de su alumna, e ignorar que se comportaba de forma irresponsable. Quién sabe si se repetirá, si los dioses querrán regalarle la plenitud de éste en otro instante. Está viviendo unos versos, unas rimas palpitan en su pecho, está hablando el silencio; el cielo, la noche, las estrellas llenan sus besos. Juntos hacen realidad aquello que jamás tocó, aquello que existía sólo en su cielo, en el de él, tan lejano e incierto. Incluso cuando él la invoca, acude la nieve a crear un paisaje blanco en torno a ellos, ya ausentes en su eterno sueño...
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... Así fue la tarde más bella. La única que su mente conserva.

jueves, 28 de enero de 2010

Hagamos un trato

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¿Recuerdas cuánto nos gustaba hablar, que peleábamos por hacernos un hueco e incluso temíamos rompernos los dedos, todos los huesos? Hagamos un trato, dijiste. Tú dibujarías en el aire las palabras, los sentimientos. Al anochecer, en la oscuridad, yo escribiría en tu cuerpo. Trazaría letras en tu espalda como si compusiera un verso, como si leyera para ti un poema de Cernuda, Borges o Benedetti, palabras-estrellas que no toqué allá en tu cielo y que tú me enseñas con la infinita paciencia de quien ignora las prisas, de quien, eligiendo la vida, hace de ella un viaje con destino incierto.

Desde entonces, cada vez que tus manos se abren al sonido de la risa, el llanto, la tristeza o la alegría y derrochan su magia envolviendo las mías, se me corta el aliento y sólo alcanzo a mirarte en silencio, muda la voz, detenido el tiempo. Esas manos que escribieron para que todos lo supieran un sincero te quiero, un te quiero que vuela ya en el viento junto a mi respuesta. Es cuando tus manos se lanzan así a volar que comprendo con cuánta facilidad alcanzas el cielo… y no tengo miedo; te sigo, no me pierdo. Lejos de ti es cuando descubro el vértigo.

A veces nos mira la gente en la calle con gesto indiscreto. No te molesta; te divierte su curiosidad, te divierte poder dialogar ante ellos de nuestros secretos, seguro de que muy pocos alcanzarán a entendernos. Los niños, sí, nos miran y en seguida advierten esa forma en que has elegido quererme… ¡Qué pronto nos comprenden! Sin abusar de palabras o gestos superfluos, qué natural es para ellos comunicarse incluso en silencio.

Yo también al fin lo comprendo: decirte amor con las manos es un privilegio.


Evelina Oliveira - "E o resto é silêncio"
("Y lo demás es silencio")

lunes, 11 de enero de 2010

El no está ahí

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Cuando esa noche se abrazó, ávida, a su cuerpo, con ansiedad quiso retener sus sueños, poseerle por completo. Tan perfectamente encajaban el uno en el otro que parecían destinados a repetir aquella danza de dicha infinita, dicha hasta ahora desconocida, y que no quiso pensar ya a su edad inmerecida.

Mientras él todavía dormía, se liberó sigilosa de las mantas, recogió la chaqueta caída en cualquier sitio y depositó en los bolsillos un puñado de monedas con las que pagaba el disfrute de un cuerpo, caricias y besos que él sabía simular los más sinceros. Cuando hubieran de despedirse todo resultaría más fácil, incluso un hasta luego sonaría creíble, incluso podría insinuarle un ya sabes que te espero... No ignoraba que, a veces, el paso de los años, la edad, exige un precio; y pues había aceptado pagarlo, regresó a los brazos de su amante para abandonarse nuevamente a ellos, sin remordimiento.


Toulouse Lautrec
 "In bed", 1893

martes, 22 de diciembre de 2009

Porque me mira con sus ojos


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Vendría a visitarla, como cada tarde. La adoraba. Le traería flores, hojas secas que encontraba en el parque, muestras de un otoño que este último año se adelantaba pretendiendo ganarles la batalla; libros e historias maravillosas en las que soñarse eternamente reales, música sublime compuesta con dolor o acaso rabia, compromiso y constancia… Vendría a visitarla y se quedaría con ella hasta altas horas de la madrugada. Si sirviera de algo, a la noche le robaría una estrella, le arrancaría la eternidad si la redimiese con ello de esta sentencia implacable.

No ignora que se muere, que su luz se apaga. Hoy, tal vez mañana. Y, sin embargo, adivinar sus pasos en el corredor, acercándose, bastan para que el mundo se detenga y ella, aunque agotadas las fuerzas, avance hasta echarse en sus brazos. Sonríe a la enfermera, le ruega que retire aquel estuche mágico que hace posible el cambio: maquillaje, lápiz de labios, un rubor con el que simular unas mejillas saludables, también el perfume caro. Un último retoque al peinado y, girando el espejo, la enferma es Alicia al otro lado.

—¡Soy tan feliz! —exclama, la respiración entrecortada. Y observa cómo la enfermera innecesariamente se acicala, como si también ella aguardara…

—¿Cuál es el secreto? —pregunta la enfermera, de verdad intrigada. No acaba de entender dónde encuentra fortaleza esta mujer enamorada.

—No hay secreto alguno. Soy feliz y afortunada porque, cuando se abra esa puerta y nos mire, sus ojos dirán otra vez cuánto me ama.



Lillian Westcott Hale
"The convalescent", 1906

lunes, 14 de diciembre de 2009

Conjuro


Y cuando este brebaje baje por nuestras gargantas,
quedaremos libres de los males de nuestra alma
y de todo embrujamiento.

- Conjuro de la Queimada, fragmento -



Otro verano, quizás un amigo, tal vez adversarios, es el pensamiento que cruza por la mente de Roy en el instante justo de poner los pies en la calle. Le aguarda fiesta en la playa hasta por la mañana, con sexo y alcohol garantizados. Sus primos, con los que no congenia, lo han invitado un poco a la fuerza y él no ha sabido cómo negarse.
Si alguna vez le preguntan, le basta esbozar una media sonrisa para soslayar el tema intratable. Pero esta noche de junio —en una playa colmada de rituales hogueras y su ancestral magia, el alcohol fluyendo por venas adolescentes cual fuego desatado, las palabras del conjuro acaso surten efecto ahuyentando demonios, temores e incluso rencores—, cuando escucha aquella voz diciendo entre risas y a la vez enfadada: “Eh, que yo soy chica de internado”, Roy busca a la muchacha con la mirada. Y cuando sus ojos se encuentran, la sonrisa entornada de ella demuestra mejor que mil palabras haber reconocido en él un alma gemela, atormentada. En ese brevísimo lapsus comprenden ambos la realidad que les hermana: conscientes de haber sido un estorbo que debía ser apartado, han asistido a sus años de internado sintiéndose extraños, ajenos, olvidados y son todavía, en definitiva, dos chicos solitarios que, aun entre la multitud, se ocultan y apartan.
—Suiza, pero nada demasiado exclusivo —dice ella por entre el tumulto de las conversaciones—. ¿Y tú?
Él, que nunca da nada de sí voluntariamente, responde, evasivo:
—Una ciudad de provincias.
—¿Y el verano? —apremia ella—. ¿Dónde pasabas los veranos?
Un instante empleado en beber unas gotas de aguardiente del mismísimo infierno mutan la respuesta que baila en sus labios.
—En un castillo encantado —dice Roy mostrando una luminosa sonrisa. Y luego aún se sorprende a sí mismo sincerándose acaso por primera vez:— Mi padre no llegó a casarse con mi madre. El era aristócrata, ella plebeya. Era el rey del castillo, tenía dos lacayos, y los tres se pasaban el día borrachos…
Roy, que ha vivido una inhóspita infancia, por no querer recordar ha disfrazado tanto sus veranos que podría contar sobre ellos fabulosas historias que nadie creería veraces… La chica sonríe y va a sentarse a su lado; dice llamarse Coco y siente al hablar cómo le arde la garganta, pero lo invita a continuar su historia de fantasmas. El, sin embargo, pregunta con voz apenas audible:
—¿Una triste infancia?
Coco se encoge de hombros y calla; se tiende en la arena acomodando la cabeza en una mochila para tener mejor perspectiva de la luna y las estrellas convocadas a la queimada de esta noche en la playa. Roy reposa su cabeza junto a la de ella y deja que se desvanezcan las voces, la música y los ecos hasta que la fiesta es un arrullo que viene de lejos y lo transporta a otra época no muy lejana.
—Los cimientos de mi castillo datan del siglo XVI, pero el edificio actual es de finales del XIX. Es una inmensa fortaleza perfectamente conservada, ¿sabes? —comienza a explicar, los ojos bien abiertos, fijos en la distancia—. Se asoma sobre el mar desde una inmensa terraza protegida por una simple baranda, el viento podría apresarte y arrastrarte, sostenerte o arrojarte a los abismos... En las noches sin luna, en los días de niebla, es como navegar en la proa de un barco sin rumbo. ¿Recuerdas la famosa escena de Titanic? La película… ¡La de veces que estuve a punto de caerme sin posibilidad de que nadie descubriera mi triste final!
Mientras Coco asiente con la nostalgia de quien imagina algo ignorado, algo imposible que siempre se le ha negado, Roy entorna los ojos; por su expresión diríase que contempla sus recuerdos.
—Teníamos un embarcadero, incluso una pequeña cala privada… Aunque el acceso no era fácil, algunas personas aprovechaban la bajamar para pasar, se bañaban y tomaban el sol, desnudos… Yo fingía no verlos, nunca les denunciaba a los guardias. Prefería observar las estrellas —admite, suavemente, como reconociendo un defecto, una falta por la que pudieran reprenderle.
Los límites los imponía la noche, recuerda Roy, sólo ella. Porque nadie le indicaba jamás cuándo dormir, cuándo despertar, qué comer, el tiempo de estudio, las horas de jugar y ocultarse…
—¡Así pasabas tus días! —exclama Coco con admiración no exenta de envidia—. Dime, ¿de qué otra forma te entretenías?
—Me perdía en el castillo… —responde Roy—, cada día en un sitio distinto.
Le habla entonces de las mil maneras que tenía de perderse, de lo sencillo que era desvanecerse en la inmensidad del castillo paterno; pero lo que no le dice es que el juego dejó pronto de divertirle, cuando comprendió que lo esencial del mismo era la emoción de saberse buscado y encontrado, que lo importante tras separarse o perderse, es el reencuentro. Y él, pues nadie le buscaba, sencillamente daba por finalizado el juego cuando se sentía aburrido y cansado, conscientemente ignorado, un niño olvidado.
—Tuvimos algún que otro prisionero ilustre… ¡Y los cañones habrían funcionado! Siempre se conservaron en perfecto estado, como todo lo demás; me gustaba apuntar con ellos cualquier lugar e imaginar cómo sería borrarlo del mapa… —y así, cual adolescente convertido en experimentado anciano, inventa para Coco infinitas batallas, imposibles, inverosímiles, con las que entretener esta noche que pasan en la playa, bajo las estrellas del verano.
Roy, que apenas entiende la súbita pregunta, se toma un tiempo para responder.
—¿Ahora? —pregunta a su vez, y su voz parece estremecerse por el rechazo—. No quiero ni pensar en volver, para nada.
—¡A ver si va a existir de verdad ese castillo...! —ríe Coco poniéndose de pronto en pie.
—¡Claro que existe! Lo último que supe de él es que ha sido adquirido por una cadena hotelera, pero los asuntos burocráticos lo han condenado al más absoluto abandono… a la irreparable ruina del tiempo implacable.
Coco ofrece una mano a Roy, que se impulsa en ella para levantarse, y cuando los ojos de ambos se sitúan a la misma altura, Coco dice guiñando un ojo:
—¿Pues sabes una cosa? Mañana comprobarás que ese brebaje que compartimos hace un rato ha borrado tu castillo y los malos recuerdos de nuestras almas. Créeme, chico, porque soy una meiga disfrazada.
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miércoles, 14 de octubre de 2009

Reproche

—¿Has dejado de amarme? —reclamó ella de pronto, interrumpiendo la lectura del libro en que a él le había parecido enfrascada, la voz más que los ojos próximos al llanto—. Ya nunca me lo dices…
—¡Por supuesto que te amo! —se apresuró a responder él—. Aunque, seamos sinceros, quizás es verdad que te amo de otro modo, mejor sin duda alguna…
Y añadió, satisfecho:
—¡Pero si es obvio!
—¿Obvio? —inquirió ella—. ¿En qué es obvio? ¿En la forma en que esperas encontrar cada día la comida en la mesa, en tener la ropa planchada…? ¿En la forma en que te vas por la noche a la cama sin siquiera aguardarme o cuando apagas la luz y te duermes mientras yo compruebo el despertador que ha de ponerte en pie por la mañana? ¿En todo eso encuentras obvio que me amas?
—Yo sé que tú me amas —adujo él, confundido—. Lo leo cada día en tus gestos, tus atenciones, en tu mirada. Pensé que también yo sabía hablar sin emplear una palabra.
Apartó todo obstáculo que los alejaba, periódicos y revistas, libros, objetos diversos y gafas, la incomunicación acumulada, la rodeó con sus brazos mientras murmuraba en su oído palabras entre ellos ya casi olvidadas. Trastabilló en el momento de incorporarse, cuando ella, risueña, preguntó si era hora de irse a la cama. El respondió que sí, con una condición.
—Que antes bailemos un tango… —dijo.
Y enlazados sus cuerpos para el baile, al fin se entendieron nuevamente sin palabras.

Para Anjanuca,
que sé que le gusta el tango.
Y mis cuentos…


Virginia Palomeque - Tango

miércoles, 7 de octubre de 2009

Caimán

Que le llamaran “Caimán” no era casualidad. El nombre y la fama se los había ganado a pulso y no precisamente por su aspecto de hombre pequeño, nariz chata o los pies planos una vez incómodos y ahora siempre a sus anchas dentro de un zapato italiano, remate a los clásicos ternos de hechura impecable.

Y pese a su fama de hombre lejano, distante, intocable, allí estaba esta misma tarde, en mangas de camisa y pantalón de verano, disfrutando de un helado en mitad de una plaza, escuchando música en el mp3 que la pequeña Petunia había confiado a su cuidado para ella correr a empaparse de agua, polvo y cansancio bajo la atenta, embelesada mirada de su padre.

M.C. Escher
"Puddle"

lunes, 21 de septiembre de 2009

White Lily

Aquella tarde tampoco se hablaron. La discusión los había agotado más que en otras ocasiones y la creciente incomprensión les alejaba. Ella se sumió con dificultad en la lectura de un libro, injusto receptor de sus frustraciones. El, por su parte, se entregó a ensoñaciones de tiempos pasados, nunca olvidados.

Aquella noche él soñó con la niña-mujer de belleza perenne que fue suya una única vez, el ideal de una dicha quizá prohibida con el tiempo revertida en síntesis de todo lo inalcanzable y eterno, y por primera murmuró el nombre para el que sus labios se habían sellado en una secreta promesa de mutua pertenencia:
—¡White Lily! —y lo repitió por dos o tres veces:— ¡White Lily! White Lily…
Y, reconociendo el nombre y la voz que por ella llamaba, la mujer de inquieto dormir que yacía a su lado sonrió, y respondió sin llegar a despertarse:
—Tantos años he esperado que pensé me habrías olvidado. Oh, ven, ven pronto a buscarme.

Aquella mañana, durante el desayuno lograron ambos representar un compromiso de reconciliación que les pareció satisfactorio. Pero al salir de casa más tarde, él sabía que se iba para no volver jamás. Ella, sin pretender persuadirlo siquiera, lo dejó marchar.


White lily / Lirio blanco

viernes, 18 de septiembre de 2009

Claudia

Asentí. Pero esta vez advertí que mi expresión delataba más hastío que curiosidad, de modo que me esforcé por participar del entusiasmo de Carles. Sin éxito, me dije, cuando me miró fijamente, muchísimo tiempo y en silencio antes de preguntar:
—Pero, ¿sabes de qué te estoy hablando?
Aunque sus ojos urgían de nuevo una respuesta afirmativa por mi parte, el caso es que yo le había mentido, había dicho que sí, que conocía la película, que la había visto repetidas veces y me encantaba. Sin embargo, no tenía ni idea del argumento, de los detalles técnicos ni artísticos, esas cosas que según creo gustan de discutir entre cinéfilos. Me armé de valor e iba a confesarle no sólo mi ignorancia sino la total indiferencia que sentía por el cine en general cuando, haciendo a un lado el filete mignon con guarnición de setas que irremediablemente se enfriaba en su plato, Carles exclamó:
—¡Está bellísima! —me cogió del brazo a través de la mesa y bajó el tono de voz, que se volvió confidencial, casi confesional, tras pronunciar un “¡Claudia!” que me sonó a lamento—. En esa escena… cuando Jill llega a Flagstone desde Nueva Orleans y en la estación no hay nadie esperándola… el tiempo pasa y nadie llega, oh, sí, nosotros sabemos el por qué, pero ella lo ignora. Y luego, finalmente, despacio, muy suave, cual si quisiera evitársele el dolor, como un telón que se hace a un lado, la revelación… los vecinos reunidos en Swetwater, en su casa, no se disponen a celebrar la boda a la que fueron invitados sino los funerales por los miembros de la familia McBain, inexplicablemente exterminada… el Patrick adolescente, la dulce y preciosa Maureen y el pequeño Timmy… los tres chicos y el padre, expuestos sobre las mesas que ellos mismos abarrotaran con alimentos festivos…
En este punto, Carles se estremeció levemente y derramó un poco de vino sobre el mantel, un tinto de crianza que no tuve ocasión de alabar —yo hubiera agradecido cambiar de tema—, porque veo cómo toma aliento y sin que pueda remediarlo comienza a contarme la película desde el principio y ya no se detiene hasta llegar apenas sin aliento a la escena final, The End, como cerca de tres horas que dice que dura esta película de Sergio Leone… Fíjate que tríada, exclama admirativamente en algún momento de la noche: ¡Sergio Leone, Dario Argento y Bernardo Bertolucci trabajando juntos en el guión! Por supuesto, era mil novecientos sesenta y ocho… quizás unos años más tarde sería impensable, apunta, y durante unos minutos parece quedarse pensando en esa posibilidad.
Para cuando terminamos de cenar, postre y café para mí, no sé en base a qué motivos había decidido Carles que la nuestra había sido una buena primera cita y se ofreció a acompañarme a casa. Rehusé, qué diablos, era una cita a ciegas y no se había ganado toda mi confianza, no quería que conociese ya mi domicilio; para ser sinceros, lo que no quería era confesarle que me había convencido, que si acaso parecía que huía no era sino por mi intención de pasar por el videoclub del barrio para alquilar su querida película, “Hasta que llegó su hora”. Había despertado mi curiosidad, es cierto. Tanto, que quería ver a Claudia con mis propios ojos. Quería ver al malvado Henry Fonda de rostro reseco y su cuadrilla de bandoleros, uniformados con guardapolvos huracaneados por el viento, conformando las alas de unos pájaros de mal agüero… quería acercarme a Sweetwater de la mano de Leone, escuchar la dolorida harmónica, los temas musicales todos, descubrir esa bellísima banda sonora compuesta por Morricone.
—¿Tú sabes quién es Carlo Simi? —le pregunté a Carles hace un rato y él me respondió con una pícara mirada, sin palabras.
—No puedo ni querría olvidar el vestido negro que llevabas el día que nos conocimos… —me dice al cabo de un instante; siento que se ha detenido como para rememorar y degustar el pasado—. Recuerdo que nada más verte entrar en el restaurante donde nos habíamos citado pensé en Claudia Cardinale y el vestido negro que ella llevaba cuando conoció a McBain en Nueva Orleans. ¡Aquella noche no hice sino hablarte de la película de Leone, Henry Fonda, Bronson, Robards…!
De súbito rompe a reír como un adolescente azorado.
—¿Te refieres a Simi, el diseñador de aquel vestuario?
Y yo pensando todos estos años que no se había fijado, creyendo que con tanto hablar de cine aquella noche, ni me había mirado. De modo que ahora soy yo quien sonríe y calla.
—¿Nos vamos ya? —pregunta con falsa impaciencia y me advierte:— ¡Mira que han extendido la alfombra roja!
La alfombra roja, un mundo de sueños, la realidad… el cine donde Carles ha triunfado, nos aguarda.

The End

Claudia Cardinale
"Hasta que llegó su hora", Sergio Leone, 1968

lunes, 14 de septiembre de 2009

Espacios abiertos

—¿Tiemblas? —preguntó al percibir en ella un levísimo estremecimiento.
Estaban solos los dos en la galería, espaciosa y de altos techos evanescentes a la mirada, el albo sofá próximo a las ventanas con vistas al Jardín Botánico, abiertas al sol de media tarde de un septiembre en cuyas cenizas se había demorado el verano. Él se apresuró a manipular un control remoto que graduaba a voluntad la luz y el aire, y culpable por haberse apartado ese sólo instante, cual si la hubiera abandonado a su suerte, desatendiéndola y acaso olvidado, regresó a su lado para preguntar nuevamente y con ansia.
—¿Tiemblas? Pero, ¿por qué?
Ella no logró responderle, aterrorizada como estaba por lo ceñido de su abrazo.


viernes, 11 de septiembre de 2009

Llora

—Claro, hoy soy yo, que no hago daño, que intento tan sólo ganarme unas monedas en cualquier calle… —el hombre que así hablaba era alto, joven y fuerte. Si uno se detuviera a examinarlo, si alguien se atreviera a mirarlo, hasta descubriría en su desaliño que era ciertamente guapo.
Sin amilanarse ante la presión de la gente que lo increpaba para que abandonara su calle, mejor aún, su barrio, repitió con voz carente de todo acento:
—Hoy soy yo, que no tengo más sustento que este instrumento que pretendéis enmudecer, como si no fuera de naturaleza propia afónica, casi agónica desde que nació… —miró con extraña ternura la vieja y estropeada gaita que reposaba a su lado, sobre el banco de piedra, y dijo:— Pero mañana puede ser usted… o usted…
Y aunque no señalaba a nadie en concreto, algunas personas retrocedieron ante su gesto, ante el tono de sus palabras, seguro y firme.
—Porque, claro, ninguno queremos ser perturbados en el que consideramos nuestro particular remanso de paz, ¿no es verdad? Pues me incomoda tu música, vete con ella a otra parte. Pero ignoramos, o no queremos comprender, que todos somos susceptibles de perturbar a alguien. Por la razón que sea, si no hoy, acaso mañana… quizá por tener la piel negra o haber nacido blanco, o quizá por una razón tan absurda como la de caminar encorvado, usar bastón o ser prematuramente calvo…
El hombre sonrió tristemente; acechaba la llegada de la policía anunciada por los vecinos. Sin miedo de la amenaza, sin embargo, se demoró en recoger unas pocas monedas revueltas en el envés de un raído sombrero de pana, las ganancias de la mañana. Se acomodó la gaita cual si fuera a hacerla sonar, y de pronto dejó caer unas notas que se desvanecieron en seguida en el aire, como lágrimas apenas derramadas.
Miró a su alrededor sin fijar tampoco esta vez la vista en nadie, no se avergonzaba, tan sólo eludía llevar en su recuerdo rostros que pudiera identificar más adelante, reconocerlos algún día en otras calles.
—¡Soy un pésimo gaiteiro! —exclamó—, pero lo soy de corazón.
Se alejó entonces calle adelante, erguido, sin permitir que su orgulloso porte revelara tristeza o desaliento, cansancio o derrota. Murmuraba palabras en apariencia inconexas, la estrofa primera de unos versos de Ruíz Aguilera que una niña reconoció al cruzarse con el músico en la calle a su regreso del colegio, versos que habría de recordar siempre, por perseguir el conocimiento de la respuesta al dilema:

Cuando la gaita gallega
el pobre gaitero toca,
no sé lo que me sucede
que el llanto a mis ojos brota.
Ver me figuro a Galicia
bella, pensativa y sola,
como amada sin su amado,
como reina sin corona.
Y aunque alegre danza entone
y dance la turba loca,
la voz del grave instrumento
suéname tan melancólica;
a mi alma revela tantas
desdichas, penas tan hondas,
que no sé deciros
si canta o si llora.


sábado, 1 de agosto de 2009

No eres tú

La tarde había pasado, las sombras del jardín, los sonidos habituales se habían ido amortiguando hasta dejar de existir, fundidos en la oscuridad general de la habitación. El movimiento de la cabeza fue leve, imperceptible; le pareció escuchar voces a su espalda, en el pasillo, en la sala, la voz de él, pero no le apetecía volverse y mirar. No era preciso para recordar que, pues no era ella, las hirientes palabras no debían causarle dolor alguno.
—¿Qué quieres decir con eso de que te marchas, que no volverás? —había preguntado ella—. Ya hemos jugado antes a este estúpido juego donde al final has ganado… ¿No me he alejado de mi familia, de mis amigos… no he renunciado incluso a mi puesto de trabajo? He hecho cuanto me has pedido sólo porque te amo.
—Chica, lo siento, no sé cómo decirlo… Cuando vengo a casa y sencillamente me miras y callas, no sé, no me agrada. No eres tú… Cuando antes te enfadabas, aparecías así tan ofendida, insultándome o quitándome durante días la palabra… entonces, la verdad, resultabas más humana.


sábado, 18 de abril de 2009

La ratita presumida

No es uno solo el hilo que la sostiene mientras inicia su paseo por la vida, sino muchos, infinitos. Tantos, que le infunden esa confianza que le permite lanzarse de cabeza al vacío, inconscientemente segura de hallar la red tejida por el mismo Hombre Araña. Es precisamente el de Spiderman el traje que Inés querría enfundarse esta tarde en lugar del de Ratita Presumida que le propone su madre. Y ocurre que lo que Spiderman ansía es cubrirse con la capa ondulante de Batman, aunque no sea negra sino rojo carmesí y forme parte, además, del traje de uno de aquellos mosqueteros de antes que luchaban a capa y espada.

Ambos, ella y él en sus personajes, se irán pronto a dormir, vencidos por un sueño cuyas imágenes se me escapan; mi mirada ha perdido la gracia que sólo corresponde a la infancia. Y por la mañana, nada más despertar, Inés pronunciará interrogante una sola palabra, mágica, antídoto a la ansiedad y a todo miedo ignorado, palabra en la que concentra amor y admiración incondicional, nombre que así pronunciado le abre cada día las puertas de la vida: ¿Mario?

Mario, el mosquetero, Spiderman o Batman. El hermano mayor que procurará que ella camine segura por la vida, sea cual sea el camino que elija. Mientras tanto, mientras niños, ella llena la casa de risas y gorgojos humanos que parecen imposibles. Desborda alegría. Cuando él la mira, a veces parece no haberse sobrepuesto a los cambios que ella trajo a su vida. Pero si canta, la sigue, y si llora, la mima.

Porque ella es para siempre su Ratita Presumida.

domingo, 12 de abril de 2009

Un folleto en el buzón

Desde que Braulio hizo sustituir la vieja puerta de madera por otra más moderna y de mejor calidad, el buzón del correo que cumplía su cometido en el interior del portal pende ahora en el exterior de la negra puerta de hierro forjado por la que se accede al garaje y a un pequeño huerto posterior. Ha eliminado el jardín, borrado las dalias, los rosales que les trajeran desde Barcelona, las dos camelias de flores rosas y dobles, las peonías delicadas y fugaces que ella jamás cortaba, y lo ha sustituirlo todo por un prado de hiriente cemento gris… El jardín se hacía selvático, cierto que nadie se ocupaba de él, pero era hermano gemelo de la casa… piensa mientras asciende por la empinada calle. Atisba el buzón, y en lugar de ver en él el objeto inanimado que es, ve su amenaza, la burla, la evidencia de que invariablemente permanece vacío porque nadie le escribe. Porque nadie se acuerda de ella. De vez en cuando reciben una revista a la que no están suscritos y otras, como ahora le parece adivinar, un montón de folletos publicitarios que acabarán en la basura sin leer ni ojear siquiera. Pero lo que asoma por la boca abierta del buzón es un único sobre que se despliega en sus manos no más tocarlo. Nada en su correo es secreto, piensa. ¿No puede tener siquiera esa ilusión, la incógnita del quién le escribe, del qué querrán decirle? Dentro del sobre un pedazo de papel, impersonal aunque lleve su nombre como destinatario.

Es una invitación para tres días después, a las cinco de la tarde, en el hotel Puertas al Cielo; se realizará la presentación de un tan novedoso como maravilloso producto que lo ayudará a uno a sentirse feliz todo el día —Como a las mismas puertas del cielo, reflexiona Ilda con ironía—; y, atención, no sólo no es obligatorio comprar nada sino que sólo por asistir será obsequiada con una magnífica batería de cocina de doce piezas —una olla, cuatro cacerolas, una sartén y sus respectivas tapaderas—; fondo difusor y acero inexorable, sonríe Ilda para sí misma, sintiéndose dueña de un extraño buen humor. Si su cónyuge la acompaña, sigue leyendo, les obsequiarán con una manta polar “sueños felices”, estampado atigrado de excelente calidad, manta con la que podrá dar definitivo adiós al frío. Sonríe anticipando la respuesta de Braulio cuando le proponga asistir al acto en el selecto hotel de la vecindad y continua sonriendo todavía más tarde, una vez Braulio ha dicho que sí, ¿por qué no? Pero cuando él añade innecesariamente: “Lo cierto es que te está haciendo falta cambiar algunas tarteras”, Ilda siente cómo su mente se vacía para descongestionar la creciente presión de la sangre en el corazón y la sonrisa en su rostro es un rictus de dolorosa amargura.

* * * * *


Aunque se trata de un acto informal, se prepara a conciencia como si precisara causar buena impresión y no levantar sospechas cuando, si finalmente no compran nada, nadie piense que hacerlo está fuera de sus posibilidades. La pobreza en su vida, la que ella conoce y siente, no es económica, sólo interior. Se perfuma, se mira fugazmente en el espejo y consigue aprobar su aspecto.

Llegan puntualmente a Puertas al Cielo y Braulio le sugiere que de una vuelta, ya se encontrarán una vez comience el acto. Ella obedece, pero esquiva a la gente, no sabe cómo mezclarse, no recuerda qué palabras usar para iniciar una conversación a medias interesante; sin pretenderlo, le pasa por la cabeza la idea de que su capacidad para una charla amena y ágil debió de haberla perdido junto a aquella otra vida que le fue robada... Regresa de inmediato a esta otra que ahora vive, y al ser requerida facilita su nombre y presenta la invitación que le garantiza el obsequio prometido; luego busca a su marido con la mirada para indicarle que se acerque, porque también les corresponde la manta esa que aleja las pesadillas, bromea sintiéndose tonta, fuera de lugar y perdida.

Más allá, Braulio conversa animadamente con una mujer de cabello rubio y corto que, al sonreír, hace un leve gesto con la cabeza que la hace irradiar una extraña belleza que Ilda consigue precisar e incluso nombrar correctamente: juventud. Divino tesoro. Pero, más que la juventud, lo que llama la atención de Ilda es apreciar la extrema coquetería en sus gestos, respuesta a los más provocadores de Braulio. ¡El muy sinvergüenza está ligando!, estalla en su mente la idea o quizá se mueven sus labios para que su pensamiento se proyecte al exterior, libre, violentamente. Ve cómo su marido se ajusta el nudo de la corbata, cómo se pasa la mano por el pelo y sonríe a aquella mujer extraña, tan joven. Y su sonrisa… sus labios se curvan como Ilda ya no recuerda. Ha pasado tanto tiempo que hasta ha olvidado el poder de aquel gesto, su atracción, el dominio, la entrega y la perdición. No puede escuchar qué se dicen, pero lo sabe. La revelación peor es la comprensión, el darse cuenta de que no son extraños, que entre ellos existe una complicidad que no ha nacido hoy.

* * * * *


—Alguien nos ha destrozado el buzón —comenta Braulio mientras ella sirve el desayuno sin saltarse ni un paso del ritual del domingo.
—¡Ilda…! —llama él, acaso percibiendo algo que debiera ignorar como imperceptible—. Un gamberro, quizás un borracho…
—Ildita —repone ella, interrumpiéndolo—. Il-di-ta. Decías que te gustaba mi nombre porque te hacía pensar en Rita Hayword y su personaje de Gilda… ¿recuerdas?
Braulio la mira desconcertado, de súbito temeroso. Asiente.
—Lo único que tengo en común con tu Gilda es una bofetada, la que me diste ayer en Puertas al Cielo para que todos pudieran verlo.
—No es lo que piensas… —se excusa Braulio, aunque su voz suena insegura.
—La culpa quizá también ha sido mía —dice Ilda—, porque permití que me cambiaras el nombre y me convirtieras en quien no soy.
Mira a Braulio un instante, le sirve café y dice:
—Quiero que te vayas. Quiero cerrar esta puerta. Quiero recuperar a la Matilde que fui.


jueves, 19 de marzo de 2009

Los hombres feos no existen

Los hombres feos no existen. El peligro, a veces, tampoco. De A. se decían ambas cosas, aunque a la inversa. Se decía de él que era feo a rabiar y que lo envolvía una aureola de peligro que convenía evitar. Quizá por esa razón resultaba irremediablemente atractivo. Nosotras teníamos veinte años; él, una edad indefinida.

Como una broma del destino, como en un juego o concurso cutre de televisión, en nuestra calle había dos puertas contiguas entre las que elegir dónde comenzar la marcha del fin de semana: si una era blanca, digamos que la otra era negra; una representaba la seguridad, la otra el abismo. Llevábamos tanto tiempo eligiendo la blanca, la buena, el refugio conocido, que un día decidimos que bien podríamos indagar qué se cocinaba en aquel infierno apenas entrevisto. Una vez que entramos, S. y yo no salimos, y no porque el infierno y sus demonios nos engulleran contra nuestra voluntad. Tan sólo nos agradó lo que vimos y, durante mucho tiempo, elegimos como patria aquel incómodo tranvía.

Era un local estrecho y muy largo… Tropezabas con la barra nada más entrar, a la izquierda, los sofás y alguna mesa a la derecha; y todo a lo largo, como mediana, un largo bancal donde S. y yo terminamos por fijar nuestro campamento. Allí fue donde conocí a A. Nos sentábamos en aquel banco medianero y sin que nunca supiera de dónde procedía ni en qué punto se iniciaba el ritual, antes o después un cigarrillo torpemente liado llegaba a sus manos. Entonces le observaba aspirar lenta, amorosamente, con ansia exenta de precipitación, perdido entre las densas nubes de humo, aprehendiendo sus formas diversas, el olor tan característico… Sonreía sin pronunciar una palabra. Cuando nos pasaba el cigarrillo, a veces rehusábamos; otras veces, fumábamos. Y en ocasiones, con suavidad y cierta osadía, yo le rogaba que tampoco él fumara. Es curiosa la capacidad de recordar así, como dulcemente… aquel lugar lejano, una compañía extraña y a la vez segura, la música envolvente e incluso, al otro lado de una falsa ventana en la pared, la fotografía de un deslumbrante David Bowie.

A. era una especie de Quijote desmañado; quizá de sus muchas y antiguas batallas restaran ya sólo estas, articular los movimientos, afianzarse sin torpeza, enderezar el pobre equilibrio. No podías sino sentir el deseo de abrazarlo y suplicarle como Sancho un “¡No se me muera!”. Supongo que a aquellas horas de la madrugada apenas recordaba nada de sí mismo. Pero pienso que prefería no saber, ignorar quién era, cuál sería en cada amanecer su destino, dónde encontraría una cama, con o sin compañía. De modo que cuando anunciaba tambaleándose que se retiraba, S. y yo salíamos con él a la noche. Lo acompañábamos un buen rato calle arriba como para cerciorarnos de que nada le pasara, de que llegaría a salvo a donde quiera que fuese, porque es verdad que nunca llegamos a ir con él a su casa, si acaso tenía una casa. Pero claro que la tenía, en algún lugar antiguo de la ciudad vieja. Sin embargo, como auténticos vampiros jamás nos vimos a la luz del día, y hasta es posible que si se expusiera, el sol traspasara su trémula estampa, quizá ningún espejo la reflejara…

S. era quien me contaba la historia de A., quien me lo pintaba valiente y osado, aventurero, generoso, luchador y rebelde…, un caballero, príncipe derrotado en un cuento de hadas. De buena familia, no había tenido suerte; o acaso sí, y sólo había vivido hasta entonces como quiso, caprichosamente… hasta que la vida le pasó factura; las consecuencias de sus posibles errores y equivocaciones, de sus actos y decisiones las llevaba ahora consigo, sobre los hombros. Además de alguna que otra huella de heridas incurables y profundas.

No recuerdo cuándo fue la última vez que me subí al tranvía.

Al terminar los estudios y alejarme de la Universidad, dejé de ver a A. y hasta creo que lo olvidé. Ocurrió quizás un par de años después. Leyendo las cartas al director en un periódico local me encontré con la de una mujer que hablaba de A. con admiración y ternura, incluso con amor infinito. Así fue cómo supe que A. había muerto. Que era guapo y, además, bueno, lo supe desde un principio. Y es que los hombres feos no existen.


viernes, 13 de marzo de 2009

Pienso en verde

La exitosa campaña recientemente lanzada por la competencia había logrado robarle el sueño. A decir verdad, el mérito no era tanto de dicha campaña como de su propio director creativo, que le presionaba hasta alcanzar una violenta forma de acoso instándolo a presentar un proyecto —especialmente optimista y vital, había recalcado— con el que abatir el arrogante triunfo que por inesperado había sorprendido incluso a los mismos directivos del más acervo enemigo de la empresa. La muda pregunta de por qué no se le habían ocurrido a él aquellas tres simples palabras permanecía en el aire, cual amenazadora espada de Damocles.

De modo que Lucas no tenía sueño por las noches ni modo de encontrarlo. En vano se mantenía vigilante a cualquiera de las señales por las que reconocía que el proceso creativo se había iniciado, pero ni de noche ni de día surgía idea alguna. Las musas o lo que fuera con quien hasta entonces había dialogado, lo habían abandonado definitivamente. Siempre había sentido pánico a este momento, al justo instante en que tomaría conciencia de que su imaginación había vertido la última de sus venturosas ideas antes de vaciarse como se vacía un reloj de arena al que no es posible dar la vuelta para que de nuevo realice el cometido para el que fue diseñado. Lucas temía este instante tanto como ese otro en que los recuerdos dejarían de agolparse a las puertas de su mente para dispersarse y desaparecer entre pliegues y recovecos de su maltrecha memoria. Quizá podría haberse preparado, quizá debería haber tendido un hilo que le ayudara a despejar las incógnitas cada día más numerosas y desenredar la creciente confusión, un hilo como el que Ariadna ofreció a Teseo para que se orientara y saliera del terrible laberinto proclamando su triunfo.

No lo había hecho. Lucas no lo creyó necesario entonces, no lo sintió urgente. Pero al más activo, al más brillante, al creador de todas las ideas nuevas y revolucionarias le había llegado el ocaso. Lo supo aquella tarde tras el vergonzoso incidente.

—Bésame —oyó que le decía la dueña de los ojos verdes más hermosos que jamás había tenido ocasión de contemplar. Y sin dudarlo siquiera, obedeció. Pasó un buen rato sin que nada ocurriera, y de verdad que nada podría escapársele, tan atenta y concentrada era su actitud, tan perdida su mirada en los ojos de verde mirar.

—¿Qué esperas? —oyó entonces que preguntaba ella. Y antes de que pudiera responderle, añadió con cierto hastío—: Soy una simple rana. ¿No creerás acaso en los cuentos de hadas?

Tales palabras, prólogo a un súbito ataque de histérica risa lograron que se rompiera el hechizo. Los colegas de Lucas, sentados en torno a la mesa ovalada, miraban al viejo maestro con embarazo; él se sintió súbitamente avergonzado por el absurdo arrebato, por la locura fácilmente explicable. Simple asociación de ideas, podría haber dicho, o aducir cansancio, pero se puso en pie deshecho en torpes y confusas disculpas. No había forma de convertir la escena en algo jubiloso, en broma, en chiste, en delirante gracia. Fue así que decidió ir al médico aquella misma tarde, antes de que la razón lo privara de conciencia y lo sumiera para siempre en un permanente estado de sombras a modo de tenebroso bosque enmarañado.

Bosque de las mercedes - Tenerife

domingo, 8 de marzo de 2009

En lo bueno y en lo malo

Cuando se encontraron eran dos almas a la deriva, navegantes anónimos en su respectiva monotonía; él tan ignorante del mañana como ajeno al presente que lo rehuía feroz, ella entregada a su trabajo cual una causa honorable que debiera librar y portar por sí sola cual antiguo pendón.

Ya no eran niños ninguno de los dos. Sin tiempo para jugar ni tiempo que perder, ella encontró la forma de hacerle un hueco a su amor, aprendió a desear su cercanía y apreció la confianza, la seguridad de no ser ya uno solo sino dos. El, a su vez, la correspondía como indiferente y desapegado, disfrazados el deseo y la pasión. Pero, a veces, como en trance, salen de su boca precipitadas palabras de amor: Mi reina, mi gitana, el mundo tiendo a tus pies: los tesoros del cielo, la noche serena y el arenal, las estrellas del mar; las perlas y sus cuentas, una gota de rocío, los verdes todos y distintos, la noche y el amanecer, cada brizna de hierba, cada fibra de mi ser… Sabes que el hogar que habitemos pequeño y pobre debe de ser, pero he dispuesto para su techo amplia cúpula estrellada que brilla al anochecer…

Intenciones turbulentas bajo aspecto de bonanza le movieron a iniciar ese vertiginoso juego de las confidencias, del dime la verdad; la amenaza disfrazada de inocencia, un no pasa nada, un pozo en el que atraparla: cuántos hombres hubo antes que yo, a cuántos has besado y deseado, quién ha dejado huella en tu pecho, en tu vientre, en las líneas de tu piel… qué voz escuchas cuando te llamo, a quién recuerdas, en quién piensas y sueñas cuando duermes a mi lado, con quién me comparas, quién me ha superado, a quién besas cuando son mis labios los que encuentras al despertarte. ¡Ah, gitana, no me engañes…! Todas sois iguales, qué bien sabéis mentir, cómo nos hacéis creer que somos el primero y el único, o bien el último y mejor… Tanto empeño pones en negarlo todo que no puedo ya confiar en ti. Dime, confiesa, ¿te ves con Manuel, o acaso es Fermín?

Heridas disimuladas, una grieta en el corazón, dolor y llanto desbocado, un inclemente daño, la tortura interior. ¡Calma, calma! El tardío amor trocado en odio y pavor, mas paciencia, que no haya precipitación. ¿Merece otra ocasión…? ¿Le exige demasiado? ¿Le pide algo que no pueda dar? No, y mil veces no. Pasada la edad de soñar, aguarda de él complicidad, ternura, amor… Sólo alguna vez le pide que se adapte hasta encontrar algo mejor, una casa con tejado, una noche tranquila, a solas los dos ante el televisor…

En la salud y en la enfermedad, mi gitana… En la riqueza y en la pobreza, amor… En lo bueno y en lo malo… Será incapaz de repetir las rituales palabras y formalizar con ellas el compromiso, la unión. Se siente fuerte adoptando una determinación; impone la despedida, la separación, una ruptura, el adiós. Porque seguir juntos implica un destrozarse, autodestruirse sin compasión.

No me odies, ruega él al marcharse, pues no puedo evitar ser como soy, Y ella niega con un gesto de tristeza y cansancio antes de murmurar un inaudible: tampoco puedo yo.


sábado, 14 de febrero de 2009

Día del desamor

No pudo evitar cierta brusquedad en el gesto de desasirse de su abrazo, como si el contacto de sus manos le hiciera daño.

—La vida hay que vivirla —le dijo.

Y supo al instante, sintió que su crueldad era innecesaria. Lo leyó en la expresión de su rostro, en la forma en que entrelazaba las manos, los dedos crispados, en cómo las palabras morían en sus labios y en la desesperación con que apretaba los párpados para detener el torrente de lágrimas.

Se alejó unos pasos, la mirada enturbiada por algo nuevo y extraño, mezcla de disgusto, rechazo y lástima.

—La vida hay que vivirla —volvió a decir muy despacio, como para convencerse de sus propias palabras.

—Pero no junto a mí —oyó que le respondía mientras la puerta de la calle se cerraba a su espalda.
***