Lo cierto es que me gusta ir al pueblo con los niños. Aunque en ocasiones duela. A veces encontramos a mi hermano Andrés, que ni siquiera mira ni sonríe a mis niños, sabiendo como sé que son su debilidad, acaso por los nietos que él no tiene, que el destino le deniega. También sería incómodo cruzarnos con Mercedes; es que alguien le ha enseñado finalmente a mirar sin ver… y lo hace muy bien. Pero la mayoría de las veces el paseo resulta agradable, encontramos a conocidos que hace tiempo no saludamos y aprovechamos para ponernos al día del presente y del pasado, recordando, reviviendo tiempos cada día más lejanos.
Creo que fue el jueves pasado, sí, precisamente el anterior a las fiestas del Carmen, que decidimos visitar a Tito; como no se nos ocurrió avisarles, resultó que no encontramos a nadie de la familia en casa. Brillaba el sol e hicimos un paseo más largo. De pronto oigo a Manuel decir aquello de bajar por la calle María; ya que estamos aquí, añade encogiéndose de hombros. Abandonamos la calle principal, a apenas veinte metros allí la tenemos, la casa familiar de mamá, la casa de nuestra infancia. Manuel y yo nos detenemos a contemplarla, en silencio, sin duda sus pensamientos siguen idéntico curso a los míos y se contagian de ese extraño sentimiento de desesperanza. Atraigo a Iria a mis brazos, llamo a Froilán, y formalmente les presentó la casa.
—¿Tú vivías aquí? —pregunta Froilán con la ingenuidad certeramente hiriente de sus cinco años. En su expresión hay más horror que incredulidad, un cómo es posible en su mirada al que no es tiempo aún de explicar.
—Fuimos muy felices —se me ocurre decir—. Yo, el tío Manuel, el tío Tito, los tíos…
No llego a pronunciar los nombres de mis otros hermanos, el de Mercedes tampoco. Ahora es diferente, pero realmente fuimos felices en aquella casa que aunque pequeña, en sus tiempos representaba casi un lujo con su planta baja, el patio y el pozo, el piso con terraza posterior y el huerto de árboles frutales. El balcón de la fachada principal de la vivienda se ha desmoronado. ¿Cuánto tiempo hace? ¿Cómo no lo hemos sabido? Mas, ¿por qué habríamos de saberlo? De las dos puertas parejas, antaño pintadas de verde, una ha sido condenada, la otra parece repetidamente violentada. La amplia ventana de la planta baja, inmortalizando a mama con sus tres nietos mayores en una fotografía, a mamá ya enferma, que salió un día de su casa confiando en regresar… la ventana de la habitación donde siempre nos acogía en tropel… Nos obligamos a continuar calle abajo, Froilán mirando por encima del hombro, agradecido de alejarse, e Iria sin comprender todavía nada, a sus dos años. Alguien nos explica que la utilizan, la casa tan amada, como depósito para aperos de labranza o utensilios de pesca, quién sabe, acaso esté ya abandonada.
—No debimos haber firmado —dice a mi lado Manuel, la boca seca, conteniendo la rabia.
—A Tito se le rompió el corazón… pero papá no le hubiera perdonado que por su sola oposición no se vendiera la casa.
—Debimos haber protegido la casa de mamá, incluso contrariando la voluntad de papá.
—Sí, tal parece como si las hubiéramos abandonado a ambas…
Manuel y yo nos miramos, nada podemos hacer. Sólo se me ocurre asegurar más fuerte la mano de Froilán en mis manos y lanzar por el aire un beso esquivo a Iria, que sigue la estela de su hermano riéndole alguna gracia, ajenos los dos a nuestros viejos remordimientos y pesares.
Fernando Botero - Familia colombiana