jueves, 31 de diciembre de 2009

La noche de San Silvestre

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—Ya has visto que puedo detener el tiempo. Así detenido, no hay amenaza que te aceche ni peligro que te alcance —advirtió la anciana a la muchacha. Y añadió:— Observa que, así detenido, no existirá misterio qué resolver, ni ansias por buscarlo; no sentirás dolor ni nostalgia, conocer el placer jamás te será dado… Por no haber servidumbre, tampoco se otorgan privilegios para nadie; la riqueza no se diferencia de la pobreza, ni la más amarga tristeza de la alegría más intensa…
>>¡Eres tan joven, querida niña! Nunca la vejez rozará tu rostro, la sonrisa o el tenue temblor en tus labios permanecerá eterno sin que la fealdad le preste el nombre… ¡La fealdad…!, ni tampoco la sabiduría de la experiencia.
—Pero no veo inconveniente en eso que me expones —murmuró la muchacha, de pronto temerosa.
—¡Escucha, pues el tiempo apremia y ya cae la noche en el bosque! —urgió la anciana—. Tal vez algún muchacho te aguarde al tomar cualquier sendero; un muchacho capaz de amar incondicionalmente, alguien que al mirarte busque en ti la respuesta a todos los misterios… y comprenda que eres tú misma la respuesta.
—¿Alguien así podría esperarme? —preguntó la muchacha, la mirada brillante.
—He dicho tal vez, mi niña… Nada tenemos cierto entre las manos, ni siquiera esas bayas de acebo que has recogido del árbol y que custodias con tal determinación que nadie osaría arrebatarte.
Continuaron caminando sendero adelante, por el lindero del bosque donde se entremezclaban realidad y magia.
—Pues parece sencillo comprobarlo —dijo la muchacha, y de pronto echó a correr, saltando y cantando, lanzando al aire las rojas pepitas de acebo, el árbol de las hadas—. ¡Que gire el tiempo, abuela, quiero que gire y siga corriendo!
—Sea así, niña querida —aceptó la anciana—. San Silvestre, que cierra un ciclo en esta noche estrellada, consienta que la rueda gire de nuevo.
La anciana apoyó un brazo en la muchacha, como si en ella hallara continuidad, y comenzaron ambas a contar, al unísono, hacia atrás… doce, once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco… y el tiempo, que pudo haberse hecho impasible, eterno, se hizo efímero, lento, raudo, pasajero… cuatro, tres, dos… y ya nunca se detiene.


Procuren que el tiempo no se les detenga,
caminen, giren en esa esquina, rodeen ese árbol...
Vivan.

Les deseo el más venturoso de los años.

Y muchísimas gracias por estar ahí, cerca.

Hasta el año próximo.
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martes, 22 de diciembre de 2009

Porque me mira con sus ojos


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Vendría a visitarla, como cada tarde. La adoraba. Le traería flores, hojas secas que encontraba en el parque, muestras de un otoño que este último año se adelantaba pretendiendo ganarles la batalla; libros e historias maravillosas en las que soñarse eternamente reales, música sublime compuesta con dolor o acaso rabia, compromiso y constancia… Vendría a visitarla y se quedaría con ella hasta altas horas de la madrugada. Si sirviera de algo, a la noche le robaría una estrella, le arrancaría la eternidad si la redimiese con ello de esta sentencia implacable.

No ignora que se muere, que su luz se apaga. Hoy, tal vez mañana. Y, sin embargo, adivinar sus pasos en el corredor, acercándose, bastan para que el mundo se detenga y ella, aunque agotadas las fuerzas, avance hasta echarse en sus brazos. Sonríe a la enfermera, le ruega que retire aquel estuche mágico que hace posible el cambio: maquillaje, lápiz de labios, un rubor con el que simular unas mejillas saludables, también el perfume caro. Un último retoque al peinado y, girando el espejo, la enferma es Alicia al otro lado.

—¡Soy tan feliz! —exclama, la respiración entrecortada. Y observa cómo la enfermera innecesariamente se acicala, como si también ella aguardara…

—¿Cuál es el secreto? —pregunta la enfermera, de verdad intrigada. No acaba de entender dónde encuentra fortaleza esta mujer enamorada.

—No hay secreto alguno. Soy feliz y afortunada porque, cuando se abra esa puerta y nos mire, sus ojos dirán otra vez cuánto me ama.



Lillian Westcott Hale
"The convalescent", 1906

jueves, 17 de diciembre de 2009

Ese beso

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Debería sentirse caricia y, sin embargo,
sabe a amenaza.

Pablo Picasso
"El beso", 1969

lunes, 14 de diciembre de 2009

Conjuro


Y cuando este brebaje baje por nuestras gargantas,
quedaremos libres de los males de nuestra alma
y de todo embrujamiento.

- Conjuro de la Queimada, fragmento -



Otro verano, quizás un amigo, tal vez adversarios, es el pensamiento que cruza por la mente de Roy en el instante justo de poner los pies en la calle. Le aguarda fiesta en la playa hasta por la mañana, con sexo y alcohol garantizados. Sus primos, con los que no congenia, lo han invitado un poco a la fuerza y él no ha sabido cómo negarse.
Si alguna vez le preguntan, le basta esbozar una media sonrisa para soslayar el tema intratable. Pero esta noche de junio —en una playa colmada de rituales hogueras y su ancestral magia, el alcohol fluyendo por venas adolescentes cual fuego desatado, las palabras del conjuro acaso surten efecto ahuyentando demonios, temores e incluso rencores—, cuando escucha aquella voz diciendo entre risas y a la vez enfadada: “Eh, que yo soy chica de internado”, Roy busca a la muchacha con la mirada. Y cuando sus ojos se encuentran, la sonrisa entornada de ella demuestra mejor que mil palabras haber reconocido en él un alma gemela, atormentada. En ese brevísimo lapsus comprenden ambos la realidad que les hermana: conscientes de haber sido un estorbo que debía ser apartado, han asistido a sus años de internado sintiéndose extraños, ajenos, olvidados y son todavía, en definitiva, dos chicos solitarios que, aun entre la multitud, se ocultan y apartan.
—Suiza, pero nada demasiado exclusivo —dice ella por entre el tumulto de las conversaciones—. ¿Y tú?
Él, que nunca da nada de sí voluntariamente, responde, evasivo:
—Una ciudad de provincias.
—¿Y el verano? —apremia ella—. ¿Dónde pasabas los veranos?
Un instante empleado en beber unas gotas de aguardiente del mismísimo infierno mutan la respuesta que baila en sus labios.
—En un castillo encantado —dice Roy mostrando una luminosa sonrisa. Y luego aún se sorprende a sí mismo sincerándose acaso por primera vez:— Mi padre no llegó a casarse con mi madre. El era aristócrata, ella plebeya. Era el rey del castillo, tenía dos lacayos, y los tres se pasaban el día borrachos…
Roy, que ha vivido una inhóspita infancia, por no querer recordar ha disfrazado tanto sus veranos que podría contar sobre ellos fabulosas historias que nadie creería veraces… La chica sonríe y va a sentarse a su lado; dice llamarse Coco y siente al hablar cómo le arde la garganta, pero lo invita a continuar su historia de fantasmas. El, sin embargo, pregunta con voz apenas audible:
—¿Una triste infancia?
Coco se encoge de hombros y calla; se tiende en la arena acomodando la cabeza en una mochila para tener mejor perspectiva de la luna y las estrellas convocadas a la queimada de esta noche en la playa. Roy reposa su cabeza junto a la de ella y deja que se desvanezcan las voces, la música y los ecos hasta que la fiesta es un arrullo que viene de lejos y lo transporta a otra época no muy lejana.
—Los cimientos de mi castillo datan del siglo XVI, pero el edificio actual es de finales del XIX. Es una inmensa fortaleza perfectamente conservada, ¿sabes? —comienza a explicar, los ojos bien abiertos, fijos en la distancia—. Se asoma sobre el mar desde una inmensa terraza protegida por una simple baranda, el viento podría apresarte y arrastrarte, sostenerte o arrojarte a los abismos... En las noches sin luna, en los días de niebla, es como navegar en la proa de un barco sin rumbo. ¿Recuerdas la famosa escena de Titanic? La película… ¡La de veces que estuve a punto de caerme sin posibilidad de que nadie descubriera mi triste final!
Mientras Coco asiente con la nostalgia de quien imagina algo ignorado, algo imposible que siempre se le ha negado, Roy entorna los ojos; por su expresión diríase que contempla sus recuerdos.
—Teníamos un embarcadero, incluso una pequeña cala privada… Aunque el acceso no era fácil, algunas personas aprovechaban la bajamar para pasar, se bañaban y tomaban el sol, desnudos… Yo fingía no verlos, nunca les denunciaba a los guardias. Prefería observar las estrellas —admite, suavemente, como reconociendo un defecto, una falta por la que pudieran reprenderle.
Los límites los imponía la noche, recuerda Roy, sólo ella. Porque nadie le indicaba jamás cuándo dormir, cuándo despertar, qué comer, el tiempo de estudio, las horas de jugar y ocultarse…
—¡Así pasabas tus días! —exclama Coco con admiración no exenta de envidia—. Dime, ¿de qué otra forma te entretenías?
—Me perdía en el castillo… —responde Roy—, cada día en un sitio distinto.
Le habla entonces de las mil maneras que tenía de perderse, de lo sencillo que era desvanecerse en la inmensidad del castillo paterno; pero lo que no le dice es que el juego dejó pronto de divertirle, cuando comprendió que lo esencial del mismo era la emoción de saberse buscado y encontrado, que lo importante tras separarse o perderse, es el reencuentro. Y él, pues nadie le buscaba, sencillamente daba por finalizado el juego cuando se sentía aburrido y cansado, conscientemente ignorado, un niño olvidado.
—Tuvimos algún que otro prisionero ilustre… ¡Y los cañones habrían funcionado! Siempre se conservaron en perfecto estado, como todo lo demás; me gustaba apuntar con ellos cualquier lugar e imaginar cómo sería borrarlo del mapa… —y así, cual adolescente convertido en experimentado anciano, inventa para Coco infinitas batallas, imposibles, inverosímiles, con las que entretener esta noche que pasan en la playa, bajo las estrellas del verano.
Roy, que apenas entiende la súbita pregunta, se toma un tiempo para responder.
—¿Ahora? —pregunta a su vez, y su voz parece estremecerse por el rechazo—. No quiero ni pensar en volver, para nada.
—¡A ver si va a existir de verdad ese castillo...! —ríe Coco poniéndose de pronto en pie.
—¡Claro que existe! Lo último que supe de él es que ha sido adquirido por una cadena hotelera, pero los asuntos burocráticos lo han condenado al más absoluto abandono… a la irreparable ruina del tiempo implacable.
Coco ofrece una mano a Roy, que se impulsa en ella para levantarse, y cuando los ojos de ambos se sitúan a la misma altura, Coco dice guiñando un ojo:
—¿Pues sabes una cosa? Mañana comprobarás que ese brebaje que compartimos hace un rato ha borrado tu castillo y los malos recuerdos de nuestras almas. Créeme, chico, porque soy una meiga disfrazada.
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viernes, 11 de diciembre de 2009

La madre

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De un día para otro,
cual un secreto que de pronto estalla,
la vida se le reveló en la cara:

la edad,
los sucesivos días, todos iguales,
cada herida recibida, todo daño,
el intenso dolor que anula el recuerdo atesorado
de cuanto le fue grato.

De un día para otro
la vida se le reveló en la cara,
y ya nunca jamás pudo ocultarla.


Rembrandt
Rembrandt's mother reading, 1629

lunes, 7 de diciembre de 2009

Alectrión, el nacimiento del día

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Cuentan los viejos pergaminos cómo, después de haberse citado con Afrodita, el belicoso Ares encargó a su confidente Alectrión que custodiara las puertas del palacio de la más bella entre las diosas para no ser sorprendidos por la llegada del Sol. Ocurrió, sin embargo, que Helios burló al joven vigilante presentándose oculto tras una nube y fue así que pudo sorprender a los amantes en el momento de la traición; denunciado el hecho ante el esposo de Afrodita, el lisiado Hefesto, éste tejió una fina red de plata con la que envolvió a los amantes y los expuso a la vista del Olimpo para su vergüenza y escarnio.

Pasado un tiempo, olvidada la burla y la humillación, olvidado acaso su amor por Afrodita, quizá recluida todavía en alguno de sus templos en la isla de Chipre, lo que Ares no olvidó fue su venganza. Buscó a quien fuera su fiel confidente y transformó a Alectrión en gallo, condenándolo por toda la eternidad a cumplir con el ritual de anunciar cada mañana la llegada del sol.

De esta historia se derivan ciertas cuestiones, pero dejando de lado las que se refieren a la traición urdida por los amantes, al engaño, quién fue burlador y quién burlado, qué justo castigo merecieron los dioses implicados si merecieron alguno, cómo los dioses celebraban la caída en desgracia de sus hermanos, yo me planteo un único aspecto, el que considero más importante:

¿Fue realmente castigado Alectrión o, por el contrario, resultó honrado?

Porque, ¿acaso no es un privilegio anunciar la salida del Sol, el advenimiento de la luz, su dominio sobre las tinieblas, la rendición del oscuro e incierto reino de la noche que acepta doblegarse ante la diafanidad de una mañana devenida esperanza?

jueves, 3 de diciembre de 2009

Vínculo de sangre

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—Oye, tenías que haberlo visto —insistió Elías todavía excitado—, no vale con que yo te diga… no puedes hacerte una idea.
—Claro que puedo —respondió Miguel—. Conozco perfectamente a Mauro y puedo verlo ascender calle arriba, la gente agolpada en las aceras, en silencio… y al niño en sus brazos.
—¿Pero es que no me escuchas? ¡Te digo que no era un niño! Era un muñeco, y bien feo, además… Por eso fue extraordinario… algo nunca visto… ¡real!
—Sí, tan real como que algún día alguien os hará pagar por esas bromas de mal gusto. ¿O acaso alguien rió la gracia, eh? Dime, ¿alguien se rió al descubrir que todo era falso, un burdo y cruel simulacro? ¡Un niño ahogado!
Y Miguel se hizo a un lado sintiendo de repente un extraño rechazo hacia quien era sangre de su sangre, pensando que parecía imposible que fueran hermanos… Le decían que tuviera paciencia, que Elías habría de madurar algún día; inútil era cuánto ahora le dijera, ya fuera como explicación o como simple advertencia. Pero a veces le preocupaba tanto la posibilidad de que Elías no alcanzara a hacerse una idea de lo que le aguardaba, de lo que la vida le deparaba si no rectificaba, que Miguel acababa temblando, llorando, y entonces volvía corriendo a su lado, sintiéndose débil y cobarde, incapaz de abandonar a su hermano.