lunes, 30 de marzo de 2009

Cicatriz

Escuchaban su voz y se dejaban encantar por ella.
Por el sonido, por las palabras.
Comprendían las palabras y se dejaban acunar por ellas.
Por su tristeza, su melodiosa desesperanza.
La adoraban.


Nadie conocía su aspecto, su gesto;
su expresión
si acaso decepcionada,
tal vez siempre anhelante.
Ignoraban si al hablarles reía o lloraba
—nunca podrían saber con qué frecuencia les engañaba
simulando alegría cuando su corazón más sangraba—.


Un día accedió a sus ruegos
mostrando un rostro de agradables rasgos,
la tristeza esculpida en la mirada;
bailaban las palabras
en los labios exhaustos que alguna vez besaron con ansia.
Las arrugas en la frente y en las manos amplias
descubrían su cavilación,
hablaban de múltiples entregas vanas.
Les mostró todas y cada una de sus cicatrices pasadas.


Entonces ocurrió algo extraño… comenzaron a abandonarla.
Su imperfección no era grata
en un mundo donde la apariencia
fuera convertida en campo de batalla.
Y corrió a ocultarse sabiendo que era tarde,
una nueva herida se abría en su alma,
otra cicatriz para sumar a las jamás olvidadas,
a las para siempre conservadas,
cinceladas en sus labios, en la mirada,
en la voz nuevamente silenciada.
.

sábado, 28 de marzo de 2009

Máscaras

La eligió cuidadosamente: la más misteriosa e incluso hasta grotesca, seguro de que en su interior se ocultaría la más bella. La siguió y persiguió como un sueño inalcanzable, la admiró en la distancia cual un tesoro del pasado que nadie hubiera de tener en sus manos por prevenir el riesgo de dañarlo, un antiguo pergamino, un pedazo de papel a punto de desintegrarse, un secreto que, descubierto, pudiera emponzoñarse.

Cuando los labios ansiosos se acercaron dispuestos a besarla, la mano de ella detuvo las manos que se proponían desnudarla.

—Ya no es necesaria —murmuró él, decidido a finalizar el juego, quizás aburrido, quizá deleitándose en los placeres que la noche anticipara y que ahora pretendía robarle.

Pero ella se resistió y con gesto firme apartó las manos que procuraban arrancarle la máscara.

—Soy lo que ves —murmuró.

—¿Y lo que escondes? —quiso saber él.

—No hay nada oculto.

—No te creo —insistió él—. Déjame verte, aunque sea una sola vez.

—Como quieras —concedió—. Mírame y mírate bien, pues mirándome a ti mismo te ves.

Y fue así que se contempló a sí mismo por primera vez, y el horror de reconocer como propios aquellos rasgos que la máscara cubría en forma de misterio, promesas y silencios quedó fijado en su cara, cual pátina de cera convertida en nueva máscara.



domingo, 22 de marzo de 2009

Viernes por la tarde

No trabajar el viernes por la tarde siempre fue algo así como una declaración de principios. Fíjate que ya en mi época de Instituto dejábamos las clases de latín y griego para el jueves porque el viernes era sinónimo de libertad. Pero, dime, ¿cómo le explico a la jefa mis razones sin que me responda el consabido lo tomas o lo dejas?

De modo que aquí estoy afrontando las horas más lentas, largas, e interminables de la semana. Estar sola en un edificio de cuatro plantas no templa precisamente los nervios, pero a mí me es indiferente; al final he decidido no hacer absolutamente nada, no mover un papel ni escribir una sola carta y venirme junto a la ventana. Me he sentado para mirar al otro lado del cristal, barcos y botes mecidos sin voluntad en un mar que se envalentona porque es invierno y amenaza con sobrepasar las barreras del muelle, allegarse a las casas y tal vez entrar en ellas y anegarlas como ya alguna vez hizo en el pasado.

Pese a todo, me gusta el día de hoy; desde la mañana amenaza tormenta y estoy segura de que en algún momento el cielo tendrá que ceder, no podrá contener esa furia… No sé cómo explicarte cuánto admiro a la Naturaleza cuando se manifiesta así, violenta, porque pienso que está en su derecho, ¿no estás de acuerdo? Seguro que no. Dirás que otra vez ando a vueltas con mis ideas extrañas… pero es porque no me comprendes, porque de la realidad sólo ves lo que tienes delante mientras yo intento implicarme y tomar parte. ¡Eh, eh! ¿Lo has visto? ¡Primer relámpago, intenso, brusco, como un latigazo en el aire…! Este sería el instante en que mi querida Tatá comenzaría a rezar el “Santa Bárbara, que en el cielo estás escrita…” para que proteja a los viajeros, a los hombres que están en la mar. Oh, sí, por favor, que no haya ninguna emergencia, que no suene la radio ni el teléfono, que no se produzca una llamada de socorro. Por favor, Santa Bárbara; es viernes, déjanos finalizar la semana sin novedad.

Me pregunto qué estará haciendo Toni, que hasta el sonido de un petardo la sobrecogía. Todo porque, envuelta en un miedo ancestral, a su madrina no se le ocurría nada mejor que arrastrarla consigo al refugio anti-tormentas en que llegó a convertir el hueco de la escalera de la vieja casa familiar; allí se pasaban la madrina y la niña el curso de la tormenta, a oscuras, abrazadas y amedrentadas. ¿Y aquella otra superstición de no abrir un paraguas dentro de casa? Por lo visto también atrae a la tronada. Nos reímos de tanta ingenuidad, ¿verdad?, incluso lo llamamos ignorancia, pero hasta tiene su encanto. Fíjate que Toni no recriminó jamás a su madrina por aquella mala costumbre, ni siquiera se la cuestionó; cuando ahora hay amenaza de tormenta, si es de noche, no duerme, se sienta en la cama e intenta leer después de haberlo cerrado absolutamente todo, puertas, ventanas, ruidos… resplandores. ¡Pero lo que daría por regresar a la seguridad que le ofrecían y garantizaban los brazos de su madrina en el hueco de aquella escalera!

¿Por qué estoy hablando de Toni y de todas esas cosas sin importancia? ¿Acaso porque la tormenta no se desarrolla sólo entre las nubes, sino quizá más intensa aquí entre nosotros, entre tú y yo? Sé que no vas a venir, y no porque la lluvia te lo impida. Sé que no vas a volver. Apenas distingo ya la línea del mar al fondo del muelle, la tormenta arrecia y la gente corre a refugiarse en sus casas. Si alguien me mirara desde el exterior, si se parara a contemplarme un instante detrás de estas enormes ventanas inundadas de luz en una tarde tan desapacible de invierno, pienso que la impresión que les daría sería la de un pez solitario, prisionero en una brillante pecera.

Pero hoy es viernes. Viernes por la tarde. Tiempo de libertad.

jueves, 19 de marzo de 2009

Los hombres feos no existen

Los hombres feos no existen. El peligro, a veces, tampoco. De A. se decían ambas cosas, aunque a la inversa. Se decía de él que era feo a rabiar y que lo envolvía una aureola de peligro que convenía evitar. Quizá por esa razón resultaba irremediablemente atractivo. Nosotras teníamos veinte años; él, una edad indefinida.

Como una broma del destino, como en un juego o concurso cutre de televisión, en nuestra calle había dos puertas contiguas entre las que elegir dónde comenzar la marcha del fin de semana: si una era blanca, digamos que la otra era negra; una representaba la seguridad, la otra el abismo. Llevábamos tanto tiempo eligiendo la blanca, la buena, el refugio conocido, que un día decidimos que bien podríamos indagar qué se cocinaba en aquel infierno apenas entrevisto. Una vez que entramos, S. y yo no salimos, y no porque el infierno y sus demonios nos engulleran contra nuestra voluntad. Tan sólo nos agradó lo que vimos y, durante mucho tiempo, elegimos como patria aquel incómodo tranvía.

Era un local estrecho y muy largo… Tropezabas con la barra nada más entrar, a la izquierda, los sofás y alguna mesa a la derecha; y todo a lo largo, como mediana, un largo bancal donde S. y yo terminamos por fijar nuestro campamento. Allí fue donde conocí a A. Nos sentábamos en aquel banco medianero y sin que nunca supiera de dónde procedía ni en qué punto se iniciaba el ritual, antes o después un cigarrillo torpemente liado llegaba a sus manos. Entonces le observaba aspirar lenta, amorosamente, con ansia exenta de precipitación, perdido entre las densas nubes de humo, aprehendiendo sus formas diversas, el olor tan característico… Sonreía sin pronunciar una palabra. Cuando nos pasaba el cigarrillo, a veces rehusábamos; otras veces, fumábamos. Y en ocasiones, con suavidad y cierta osadía, yo le rogaba que tampoco él fumara. Es curiosa la capacidad de recordar así, como dulcemente… aquel lugar lejano, una compañía extraña y a la vez segura, la música envolvente e incluso, al otro lado de una falsa ventana en la pared, la fotografía de un deslumbrante David Bowie.

A. era una especie de Quijote desmañado; quizá de sus muchas y antiguas batallas restaran ya sólo estas, articular los movimientos, afianzarse sin torpeza, enderezar el pobre equilibrio. No podías sino sentir el deseo de abrazarlo y suplicarle como Sancho un “¡No se me muera!”. Supongo que a aquellas horas de la madrugada apenas recordaba nada de sí mismo. Pero pienso que prefería no saber, ignorar quién era, cuál sería en cada amanecer su destino, dónde encontraría una cama, con o sin compañía. De modo que cuando anunciaba tambaleándose que se retiraba, S. y yo salíamos con él a la noche. Lo acompañábamos un buen rato calle arriba como para cerciorarnos de que nada le pasara, de que llegaría a salvo a donde quiera que fuese, porque es verdad que nunca llegamos a ir con él a su casa, si acaso tenía una casa. Pero claro que la tenía, en algún lugar antiguo de la ciudad vieja. Sin embargo, como auténticos vampiros jamás nos vimos a la luz del día, y hasta es posible que si se expusiera, el sol traspasara su trémula estampa, quizá ningún espejo la reflejara…

S. era quien me contaba la historia de A., quien me lo pintaba valiente y osado, aventurero, generoso, luchador y rebelde…, un caballero, príncipe derrotado en un cuento de hadas. De buena familia, no había tenido suerte; o acaso sí, y sólo había vivido hasta entonces como quiso, caprichosamente… hasta que la vida le pasó factura; las consecuencias de sus posibles errores y equivocaciones, de sus actos y decisiones las llevaba ahora consigo, sobre los hombros. Además de alguna que otra huella de heridas incurables y profundas.

No recuerdo cuándo fue la última vez que me subí al tranvía.

Al terminar los estudios y alejarme de la Universidad, dejé de ver a A. y hasta creo que lo olvidé. Ocurrió quizás un par de años después. Leyendo las cartas al director en un periódico local me encontré con la de una mujer que hablaba de A. con admiración y ternura, incluso con amor infinito. Así fue cómo supe que A. había muerto. Que era guapo y, además, bueno, lo supe desde un principio. Y es que los hombres feos no existen.


viernes, 13 de marzo de 2009

Pienso en verde

La exitosa campaña recientemente lanzada por la competencia había logrado robarle el sueño. A decir verdad, el mérito no era tanto de dicha campaña como de su propio director creativo, que le presionaba hasta alcanzar una violenta forma de acoso instándolo a presentar un proyecto —especialmente optimista y vital, había recalcado— con el que abatir el arrogante triunfo que por inesperado había sorprendido incluso a los mismos directivos del más acervo enemigo de la empresa. La muda pregunta de por qué no se le habían ocurrido a él aquellas tres simples palabras permanecía en el aire, cual amenazadora espada de Damocles.

De modo que Lucas no tenía sueño por las noches ni modo de encontrarlo. En vano se mantenía vigilante a cualquiera de las señales por las que reconocía que el proceso creativo se había iniciado, pero ni de noche ni de día surgía idea alguna. Las musas o lo que fuera con quien hasta entonces había dialogado, lo habían abandonado definitivamente. Siempre había sentido pánico a este momento, al justo instante en que tomaría conciencia de que su imaginación había vertido la última de sus venturosas ideas antes de vaciarse como se vacía un reloj de arena al que no es posible dar la vuelta para que de nuevo realice el cometido para el que fue diseñado. Lucas temía este instante tanto como ese otro en que los recuerdos dejarían de agolparse a las puertas de su mente para dispersarse y desaparecer entre pliegues y recovecos de su maltrecha memoria. Quizá podría haberse preparado, quizá debería haber tendido un hilo que le ayudara a despejar las incógnitas cada día más numerosas y desenredar la creciente confusión, un hilo como el que Ariadna ofreció a Teseo para que se orientara y saliera del terrible laberinto proclamando su triunfo.

No lo había hecho. Lucas no lo creyó necesario entonces, no lo sintió urgente. Pero al más activo, al más brillante, al creador de todas las ideas nuevas y revolucionarias le había llegado el ocaso. Lo supo aquella tarde tras el vergonzoso incidente.

—Bésame —oyó que le decía la dueña de los ojos verdes más hermosos que jamás había tenido ocasión de contemplar. Y sin dudarlo siquiera, obedeció. Pasó un buen rato sin que nada ocurriera, y de verdad que nada podría escapársele, tan atenta y concentrada era su actitud, tan perdida su mirada en los ojos de verde mirar.

—¿Qué esperas? —oyó entonces que preguntaba ella. Y antes de que pudiera responderle, añadió con cierto hastío—: Soy una simple rana. ¿No creerás acaso en los cuentos de hadas?

Tales palabras, prólogo a un súbito ataque de histérica risa lograron que se rompiera el hechizo. Los colegas de Lucas, sentados en torno a la mesa ovalada, miraban al viejo maestro con embarazo; él se sintió súbitamente avergonzado por el absurdo arrebato, por la locura fácilmente explicable. Simple asociación de ideas, podría haber dicho, o aducir cansancio, pero se puso en pie deshecho en torpes y confusas disculpas. No había forma de convertir la escena en algo jubiloso, en broma, en chiste, en delirante gracia. Fue así que decidió ir al médico aquella misma tarde, antes de que la razón lo privara de conciencia y lo sumiera para siempre en un permanente estado de sombras a modo de tenebroso bosque enmarañado.

Bosque de las mercedes - Tenerife

martes, 10 de marzo de 2009

Distintas las miradas

Era de noche cuando un viajero llegó a una ciudad en la que nunca antes había estado. Las puertas ya habían sido cerradas, de modo que llamó con fuertes e impacientes golpes hasta que acudió un hombre de edad indefinida y le franqueó el paso; la creciente oscuridad no permitía apreciar detalle alguno al otro lado del grueso muro de piedra, ni casas, jardines o caminos, si acaso los había.

—Dime, ¿qué lugar es éste? ¿Cómo es la gente de esta ciudad? —preguntó el recién llegado.

—¿Cómo era la gente del lugar del que venís? —preguntó a su vez el anciano.

—¡Oh, mezquina! —respondió el viajero—. Sería imposible encontrar una sola persona en quien confiar.

—Temo que lo mismo encontraréis en esta ciudad —respondió el guardián de las puertas antes de que el extranjero se perdiera entre las sombras.

Al cabo de unos minutos otro viajero llamó a la puerta; aunque llegaba hambriento y cansado se entretuvo charlando con el anciano sobre las incidencias de su viaje. Pidió luego consejo sobre dónde hospedarse y manifestó su curiosidad por conocer si era aquella una ciudad grande o pequeña y cómo era la gente que en ella habitaba.

—¿Cómo era la gente del lugar del que venís? —preguntó entonces el anciano.

—Oh, lo cierto es que lamento mucho haber tenido que partir —declaró el segundo viajero—. He dejado allí grandes amigos, personas trabajadoras y generosas.

—Sin duda os hallaréis a gusto en esta ciudad —asintió el anciano guardián de las puertas—. Sabréis cómo encontrar en ella lo mismo que en aquella que habéis dejado.

Porque con frecuencia no vemos las cosas como son realmente, murmuró para sí el anciano al arrebujarse en su vieja capa, las vemos como somos nosotros. Y lo que somos nos acompaña a donde quiera que vayamos.


domingo, 8 de marzo de 2009

En lo bueno y en lo malo

Cuando se encontraron eran dos almas a la deriva, navegantes anónimos en su respectiva monotonía; él tan ignorante del mañana como ajeno al presente que lo rehuía feroz, ella entregada a su trabajo cual una causa honorable que debiera librar y portar por sí sola cual antiguo pendón.

Ya no eran niños ninguno de los dos. Sin tiempo para jugar ni tiempo que perder, ella encontró la forma de hacerle un hueco a su amor, aprendió a desear su cercanía y apreció la confianza, la seguridad de no ser ya uno solo sino dos. El, a su vez, la correspondía como indiferente y desapegado, disfrazados el deseo y la pasión. Pero, a veces, como en trance, salen de su boca precipitadas palabras de amor: Mi reina, mi gitana, el mundo tiendo a tus pies: los tesoros del cielo, la noche serena y el arenal, las estrellas del mar; las perlas y sus cuentas, una gota de rocío, los verdes todos y distintos, la noche y el amanecer, cada brizna de hierba, cada fibra de mi ser… Sabes que el hogar que habitemos pequeño y pobre debe de ser, pero he dispuesto para su techo amplia cúpula estrellada que brilla al anochecer…

Intenciones turbulentas bajo aspecto de bonanza le movieron a iniciar ese vertiginoso juego de las confidencias, del dime la verdad; la amenaza disfrazada de inocencia, un no pasa nada, un pozo en el que atraparla: cuántos hombres hubo antes que yo, a cuántos has besado y deseado, quién ha dejado huella en tu pecho, en tu vientre, en las líneas de tu piel… qué voz escuchas cuando te llamo, a quién recuerdas, en quién piensas y sueñas cuando duermes a mi lado, con quién me comparas, quién me ha superado, a quién besas cuando son mis labios los que encuentras al despertarte. ¡Ah, gitana, no me engañes…! Todas sois iguales, qué bien sabéis mentir, cómo nos hacéis creer que somos el primero y el único, o bien el último y mejor… Tanto empeño pones en negarlo todo que no puedo ya confiar en ti. Dime, confiesa, ¿te ves con Manuel, o acaso es Fermín?

Heridas disimuladas, una grieta en el corazón, dolor y llanto desbocado, un inclemente daño, la tortura interior. ¡Calma, calma! El tardío amor trocado en odio y pavor, mas paciencia, que no haya precipitación. ¿Merece otra ocasión…? ¿Le exige demasiado? ¿Le pide algo que no pueda dar? No, y mil veces no. Pasada la edad de soñar, aguarda de él complicidad, ternura, amor… Sólo alguna vez le pide que se adapte hasta encontrar algo mejor, una casa con tejado, una noche tranquila, a solas los dos ante el televisor…

En la salud y en la enfermedad, mi gitana… En la riqueza y en la pobreza, amor… En lo bueno y en lo malo… Será incapaz de repetir las rituales palabras y formalizar con ellas el compromiso, la unión. Se siente fuerte adoptando una determinación; impone la despedida, la separación, una ruptura, el adiós. Porque seguir juntos implica un destrozarse, autodestruirse sin compasión.

No me odies, ruega él al marcharse, pues no puedo evitar ser como soy, Y ella niega con un gesto de tristeza y cansancio antes de murmurar un inaudible: tampoco puedo yo.


jueves, 5 de marzo de 2009

Ligero equipaje

Me escribes diciendo que deseas mostrarme tus montañas, tu cielo, el mundo entero que te rodea ahí, en ese rincón tan pequeño. Me pides que vaya… ¡Cuánta angustia sólo al pensarlo! Los cambios me aterran, te consta. Viajar, lo detesto…

Pero, ¿sabes? Tengo ahí mismo una maleta, que envejece conmigo y a mi ritmo; espera hace tiempo que la llene y le de sentido. ¡Me llevaré pocas cosas! Verte al fin, mi viejito, mi amor, mi vida, mi amigo… estar contigo y compartir ese cielo que adoras es razón suficiente para que emprenda el camino.

Te quiero, sí. ¡Me reuniré contigo!

martes, 3 de marzo de 2009

Escritura automática

¿Hay alguien ahí?

Me miro y me odio a mí misma porque no quiero ser así, no quiero dudar, ni desconfiar ni prejuzgar o despreciar. Mi corazón se rebela, lo juro, mi mente intenta aplacarse sin éxito, busca una calma que se le niega, mendiga una apariencia de sosiego soñado alguna vez. Mi corazón atormentado se duele, mi alma se abandona, herida, y el pensamiento y la conciencia les dan la razón. Las lágrimas acuden a mis ojos y se desbordan y someten, y entonces yo dejo que entre todos hagan de mi lo que quieran, este torbellino de locura, de demencia, esta maraña de sentimientos, sensaciones y pasiones que no sé a dónde me conducen, no sé de dónde surgen ni por qué nacen, sólo sé que no me dejan ser yo, no me dejan crecer, no me dejan avanzar, me limitan, me impiden, me frenan.

Me desconozco en mí, me soy extraña a mí misma. No encuentro un resquicio de aquello que fui, de aquello en lo que creí me iba a convertir. No me descubro en parte alguna de mi ser, en el corazón que pretendía abierto manteniéndolo aparte, en el alma, que pretendía conservar siempre íntegra. No sé quién soy, no sé quién en mí hace de mí este demonio, este ser odioso e imperfecto que se desprecia a sí mismo, que se odia, que se ríe, que se enorgullece de dañarse a sí mismo. Si pudiera, si fuera valiente lo mataría, acabaría con su vida como él acaba con la mía. ¿Acaso son distintas? Un instante de lucidez, de miedo, de pérdida, de luz… un túnel sin destino, encrucijada de caminos, el vacío y el abismo. Todo está y nace en mí, en mí que soy mala, en mí que no sé querer, en mí que no siento sino lástima de mi misma por cuanto todos los demás me desprecian, me ignoran o me buscan no más para burlarse, para reírse un instante y hacer escarnio de mis lacras, de mis debilidades, de mi inimportancia, y luego olvidarme.

¡Oíd! ¡Oíd! No quiero ser yo la de ese espejo, quiero ser libre, dejadme salir. No quiero ser ese monstruo, deseo no ser nadie, no hacer daño, ser feliz. Dejadme, dejadme, dejadme vivir.